“Admiro tu pureza, tu audacia, todo lo que haces. Pero mañana leerás en ‘Pravda’ una carta firmada por mí en la que te condeno. Te suplico que encuentres la fuerza necesaria para perdonarme”.
En 1974, coincidieron en París el famoso violinista ruso David Oistrakh y su compatriota y amigo, el célebre violonchelista Mstislav Rostropovich, que libraba desde tiempo atrás una batalla con las autoridades de la URSS (que por entonces gobernaba Leonid Brézhnev) en defensa, entre otras cosas, de célebres personalidades de la intelectualidad rusa, como Sajarov o Solyenitsin. Las palabras de Oistrakh, recogidas en el libro “Al son de la utopía – Los músicos en tiempos de Stalin” (Galaxia Gutenberg, 2025), son bien ilustrativas del miedo que invadía a muchos en la antigua URSS, incluso décadas después de la muerte de Stalin. Desde 1953, Rostropovich formaba parte de un trío con el violinista Leonid Kogan y el pianista Emil Gilels, cuya hermana Elizaveta Gilels, era la mujer de Kogan. En 1960, Rostropovich supo que Kogan actuaba como informante de la KGB desde 1945, y naturalmente, abandonó el trío. Posteriormente, algunos han apuntado que en todo ese asunto la figura de la hermana de Gilels podría emerger como la menos inocente… y el pianista llegó a considerar a Kogan el menos malo de la pareja.
Estas y otras muchas historias aparecen en este libro del neerlandés Michael Krielaars (Ámsterdam, 1961), historiador, periodista y experto en Rusia. No se trata de un volumen “al uso” sobre música o músicos. Estamos ante un recorrido bien trazado por el horror, en el que vivimos de cerca cómo experimentaron la locura estalinista una serie músicos de diversos géneros y especialidades. Pianistas, compositores, cantantes, violonchelistas, violinistas, unos (la mayoría) encuadrados en el género de la música clásica, otros en el de la música moderna y popular. Vivimos sus miedos, sus contradicciones, su lucha por la supervivencia, su valentía, su suerte y su desgracia. Sentimos sus pánicos, sus sospechas, sus desconfianzas, sus sobresaltos y permanente inquietud. Krielaars, con una prosa directa, no brillante (tampoco le hace falta: la fuerza de lo que cuenta se basta y sobra para impactar con dureza sobre el lector), combina el relato de lo ocurrido con su experiencia indagadora en la Rusia moderna, la de sus propias visitas y estancias allí, y también con entrevistas con músicos rusos que vivieron esa época. El resultado es demoledor, porque además de contarnos los temibles zarpazos de Stalin en la década de los treinta (la más aterradora de su dictadura), comprobamos que, pese a un alivio relativo, la cosa distó mucho de alcanzar la normalidad incluso décadas después.
Nos asombramos, incluso, de algún ramalazo que, si no fuera por el trasfondo trágico que encierra, sería hasta cómico. En el documental de Larry Weinstein “Shostakovich contra Stalin”, el compositor Veniamin Basner relata una anécdota (que Krielaars recoge abreviada en su libro y a la que resta crédito, pero que se antoja perfectamente plausible en un contexto como el descrito en “Archipiélago Gulag”) sobre una citación que recibió Shostakovich en 1937 (en el apogeo del terror estalinista) para presentarse en la Lubianka, el temido cuartel general de la KGB. El investigador que le recibió le preguntó si conocía al mariscal Tukhachevsky (que sería ejecutado poco después), y ante la respuesta afirmativa del compositor, le preguntó a continuación: “¿Y qué hay del complot para asesinar al camarada Stalin?”. Shostakovich, paralizado, no pudo decir palabra. El investigador le espetó: “Le conviene recordar. Es muy importante para usted. Hoy es sábado, vuelva el lunes a las 12.” Basner relata cómo Shostakovich le dijo: “Fui consciente de que ese sería el final. Gente con la que tenía relación desaparecía a mi alrededor cada día”. Cuando regresó el lunes, diciendo que acudía a ver al investigador Zakovsky… le dijeron “vuelva a su casa, ya le informarán cuando deba acudir”. Supo después que Zakovsky había sido arrestado el domingo y ejecutado. La propia locura de la espiral de terror posiblemente le libró del peor final, porque quien le metió el miedo en el cuerpo sucumbió a esa espiral antes que él. Así eran esos años. Hoy estabas en la cumbre, mañana arrestado y ejecutado.
El miedo, el pánico, despiertan el instinto de supervivencia. Shostakovich fue un ejemplo vivo de ese instinto. Como señaló oportunamente Alex Ross años más tarde, mostró una resistencia a la tiranía ‘modulada siempre por su instinto de supervivencia’. Sus palabras a Galina Vishnévskaia, la esposa de Rostropovich, son más que ilustrativas: “No malgastes esfuerzos. Trabaja, interpreta. Vives aquí, en este país. Tienes que ser realista. No seas ingenua. No hay otra vida. No puede haber otra vida. Da gracias por estar aquí respirando.”
Puede parecer curioso que Shostakovich no tenga un capítulo destinado a su figura, aunque está presente de forma continua en el libro, como un protagonista transversal en casi todas las historias contenidas en los diez capítulos que lo componen. Sin embargo, es un acierto de Krielaars, justamente por esa presencia recurrente y también porque la historia de Shostakovich con el estalinismo y el régimen comunista en general está bien retratada en otros lugares, desde el citado documental a libros como “Shostakovich and Stalin”, del controvertido Solomon Volkov (Knopf, 2004). Los diez capítulos del libro de Krielaars recorren figuras bien conocidas, como los pianistas Sviatoslav Richter y Maria Yudina, el violonchelista Mstislav Rostropovich o los compositores Sergei Prokofiev o Mieczysław Weinberg. Pero hay lugar también para músicos cuyo nombre fue eliminado de manera implacable (los compositores Vsévolod Zaderatski y Alexandr Mosólov, víctimas ambos de repentinos giros de opinión del dictador, y convenientemente “borrados” de la historia oficial, en un ejercicio que hoy día sonará demasiado familiar a más de uno), otros cuya memoria se presenta hoy con no poca controversia (el nombrado secretario general de la Unión de Compositores Soviéticos, Tijon Jrénnikov) y un par de cantantes que en su momento fueron tremendamente populares en la URSS y tuvieron historias bien diferentes: Klavdiya Shulzhenko (uno se explica bien su popularidad cuando escucha la canción “El pañuelo azul” en este video de la artista) y Vadim Kozin, que fue repetidamente detenido durante el estalinismo y hubo de trampear como pudo con su homosexualidad (negada por él insistentemente, por otra parte).
Además de las historias relatadas de Oistrakh con Rostropovich, Kogan y Shostakovich, descubrimos otras tan tenebrosas como estremecedoras, como la de la muerte del padre de Sviatoslav Richter, Teofil, justo tras el inicio de la invasión nazi en 1941. Como apunta Krielaars, la paranoia de Stalin le condujo a ordenar el arresto y ejecución de cualquier sospechoso de simpatizar con el enemigo. Aún más espeluznante resultó la verdad, cuando salió a la luz en 1961. La madre de Richter, Anna, había tenido una aventura con Sergei Kondratyev, un profesor de composición en el conservatorio, en los años 30. El padre de Richter conocía el asunto. Intentó que la familia huyera de Odessa, pero Anna se negó porque no quería abandonar a su amante. Tras la ejecución de Teofil Richter, Anna se casó con Kondryatev, que adoptó el apellido Richter para esconder su origen aristocrático. Cuando la invasión nazi culminó en fracaso en 1944, la pareja huyó a Alemania y permaneció allí el resto de sus vidas. El pianista nunca perdonó lo que consideró una traición de su madre y, como señala Krielaars, consideraba ese episodio el más oscuro de su biografía.
Pese a algún que otro error en la versión española (Prokofiev no fue tratado para solucionar “hipertrofia”, palabra que en medicina se utiliza para designar el aumento de tamaño de un órgano o tejido, sino de “hipertropía”, un tipo de estrabismo que aparece a veces tras un ictus, accidente vascular cerebral que el compositor había padecido poco antes), el libro es un testimonio contundente del horror con el que muchos músicos célebres tuvieron que convivir (y al que algunos sobrevivieron de forma casi milagrosa) en la URSS de ese gran y enloquecido genocida llamado Stalin. Es importante, más bien imprescindible, conocer el espantoso contexto de aquellas experiencias para entender muchas de las conductas de los músicos, y muchas de sus obras.