Le ruego que no se tome usted este comentario como una pieza frívola. No lo es. A la gente se la clasifica, ay, por su aspecto exterior, y sabido es que hoy un político con un físico agradable cuenta con una gran ventaja sobre quienes no son tan agraciados.
Que se lo digan a Pedro Sánchez, que camina por las alfombras rojas del mundo mundial tan seguro en sus pantalones pitillo y su metro noventa de estatura, además, claro, de su inglés. Aunque cierto es que últimamente algunas miradas de soslayo, desconfiadas e insinceras, traicionan la imagen presidencial, siempre tan cuidada por maquilladores y asesores de todo tipo y condición.
Creo que con Alberto Núñez Feijoo se está realizando también un trabajo de transformación externa; a mí, que lo conozco de antiguo, me pasa lo que con ciertos compañeros/as que frecuentan las tertulias de las televisiones: que a veces me cuesta reconocerle en algunas fotografías y poses.
Poco tiene que ver, en efecto, este Feijoo al que le han ondulado el cabello, le han quitado las gafas y le han acentuado los perfiles, con aquel que dejó la Xunta de Galicia para instalarse, como jefe de la oposición, en Madrid, esa feria de las vanidades en la que todos clasifican sus dependencias anímicas en función de las coloridas pulseras que adornan sus muñecas. En Feijoo han cambiado sus trajes, sus corbatas, sus gestos, todos dentro de un estilo más clásico que el del Presidente del Gobierno. Como ha cambiado, percibo, aquella espontaneidad: no sé qué consejero desacertado susurra al presidente del PP que debe darse importancia, no ser tan asequible, olvidar toda llaneza. Eso, en lugar de aprender un inglés mejor, es desperdiciar el tiempo.
Hará mal Feijoo tratando de rivalizar con Sánchez en según qué terrenos. Cada cual tiene su estilo. El de Sánchez es más... bueno, menos convencional que el que se espera de Feijoo, a quien esa especie de tupé algo a la remanguillé que le han colocado en la cabeza simplemente no le pega; puede ser una impresión subjetiva mía, pero no me parece que esté cómodo dentro de su nuevo 'look', abandonadas aquellas gafas (espantosas, por otro lado) y con el cabello ondulante. Y ya se sabe que estar confortable en la propia corporeidad es requisito básico para pensar, hablar, andar y comportarse acertadamente en la vida pública. Y en la privada.
Ya digo que esta no quiere ser una crónica frívola, porque en la especie humana el fondo y la forma van más unidas de lo que parece. Decía Pompidou, exagerando sin duda, que un político de derechas y uno de izquierdas se diferencian solamente por el color y la textura de sus corbatas. Puede que la derecha se sienta más cómoda ideológicamente embutida en según qué vestimenta y que jamás adoptase la que Sánchez prodiga en los mítines, solo aparentemente 'casual': me reconocía Adolfo Suárez que los políticos invierten más tiempo probándose ropa ante el espejo que preparando sus discursos.
A mí, la verdad, el aspecto de Sánchez no me gusta: incluso con su traje azul eléctrico parece un tratante de feria en domingo. Será guapo, no lo niego, pero no elegante, y con su actual sesgo algo cadavérico, menos aún. Las transformaciones de Feijoo tampoco me convencen: demasiado artificiales, cuando todos saben que en comunicación e imagen los mejores trabajos son los que no se notan a primera vista. Y eso es lo que nos pasa: que estamos metidos en un universo de afeites y peluquerías, tan de papel couché, y nos olvidamos de la gente corriente, incluso fea, esa que anda por la calle, cargando con tantos problemas que esperan ser resueltos por quienes se arrogan la representación de los ciudadanos. Pero ellos, los representantes, estan demasiado afanados en parecerse a modelos de Emidio Tucci o en ponerse modelitos rompedores. Y entonces, pues claro.
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