El Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, urdido por la Unión Europea tras la pandemia para reflotar las economías, encara su recta final con un balance preocupante. El plazo para justificar y recibir los fondos expira en agosto de 2026 y nuestro país mantiene aún pendiente de tramitar un 27% de las ayudas a fondo perdido, y el Gobierno ya admite que será incapaz de captar la totalidad del dinero correspondiente a la parte reembolsable, resignándose a salvar únicamente los recursos no sujetos a devolución.
Esta renuncia pone de relieve la incapacidad de gestión de un Ejecutivo que, atrapado por su debilidad parlamentaria, tiene enormes dificultades para sacar adelante reformas como la subida del diésel, condición exigida por Bruselas. El "Tribunal de Cuentas" europeo acaba de publicar un informe que denuncia deficiencias en el uso de los fondos: gran parte de los pagos no cumplen las condiciones fijadas y el sistema de control resulta insuficiente. La advertencia no sorprende. Hace ya más de dos años, la presidenta de la comisión de presupuestos del Parlamento Europeo visitó España y reconoció que le fue imposible seguir el rastro del dinero. Desde entonces, las promesas de transparencia no se han traducido en mejoras tangibles.
La opacidad es aún más evidente al analizar el listado de beneficiarios de los fondos europeos: más del 80% corresponde a organismos y empresas públicas, entre ellas Renfe, ADIF o el propio Ministerio de Transportes. Sin embargo, la ciudadanía no percibe mejora alguna en los servicios o infraestructuras. Los retrasos diarios en la red ferroviaria, el mal estado de estaciones y la ausencia de grandes proyectos modernizadores contrastan con los miles de millones comprometidos.
Los fondos europeos corren el riesgo de convertirse en otro episodio de despilfarro y mala gestión. España tenía en sus manos una oportunidad histórica para modernizar su economía, acelerar la transición energética y corregir desequilibrios estructurales. En lugar de eso, la falta de control, la politización, la burocracia y la dependencia del aparato público amenazan con dejar el plan en una ocasión perdida. El tiempo se agota a menos de un año del final del calendario, Bruselas exige rigor, transparencia y resultados. La cuestión es si España será capaz de ofrecerlos o si confirmará la sospecha de que, una vez más, el dinero se ha evaporado sin dejar huella en la vida de los ciudadanos.