Reyes Maroto exige que el Ayuntamiento de Madrid pida perdón por retirar los nombres de Largo Caballero e Indalecio Prieto del callejero. Lo dice sin pestañear, con el aplomo de quien cree estar haciendo justicia histórica y no una ofensa a la verdad. Como si fueran figuras ejemplares, demócratas cabales, luchadores por la libertad. Como si la historia se pudiera tergiversar con un par de declaraciones institucionales y una placa.
Pero no. Ni Largo Caballero ni Prieto fueron lo que Maroto pretende. No fueron padres de la democracia, sino artesanos del desastre. No fueron constructores de convivencia, sino saboteadores del orden constitucional. Y, por mucho que el Tribunal Supremo se haya pronunciado en cuestiones formales sobre la retirada de sus nombres —cuestiones que nada tienen que ver con el juicio moral sobre su legado—, eso no convierte a estos personajes en dignos de homenaje público.
Largo Caballero, el apodado “Lenin español”, no necesitó una guerra para mostrar su desprecio por la democracia. Le bastaron unas elecciones. Perdió en 1933 y en lugar de aceptar el resultado, organizó una insurrección armada en octubre de 1934 que dejó cientos de muertos, decenas de iglesias arrasadas y miles de presos políticos. Fue uno de los responsables de colocar los cimientos del caos que desembocó en la Guerra Civil. Y cuando llegó a la jefatura del Gobierno en 1936, no solo no contuvo la violencia: la institucionalizó. Bajo su mandato se organizaron checas, se fusiló sin juicio, se purgó a los propios aliados políticos, se disolvió cualquier atisbo de legalidad.
Indalecio Prieto, aunque más hábil con la palabra, no fue mejor con los hechos. También participó activamente en el golpe del 34. También financió milicias. También utilizó su poder para promover la militarización del socialismo y preparar el terreno para una lucha civil. No fue un moderado, sino un radical pragmático. Ni defendió la paz ni la legalidad, sino el poder de su partido por encima de la nación.
Y hoy, en pleno 2025, la portavoz socialista en Madrid exige no solo devolverles los honores, sino pedirles perdón. A ellos. A quienes atentaron contra la República cuando no ganaban en las urnas. A quienes fomentaron la violencia como vía política. A quienes sembraron el odio de clase, la persecución religiosa, el desorden permanente.
¿Dónde está el límite? ¿A quién más hay que homenajear? ¿A Durruti? ¿A Líster? ¿A los pistoleros de la FAI? Porque si la lógica es que “lucharon por la democracia” sin importar sus métodos ni sus consecuencias, entonces cabe todo. También el crimen. También la traición. También el terror.
Lo que hace Maroto no es un ejercicio de memoria histórica. Es propaganda. Es revisionismo de trinchera. Es volver a fabricar héroes de bronce con barro ideológico. Porque lo importante no es la verdad, sino la narrativa. No es lo que hicieron, sino para qué bando lo hicieron. Y como lo hicieron desde la izquierda, se les perdona todo. Hasta el odio. Hasta la sangre.
Pero las calles de Madrid no están para eso. No están para premiar biografías manchadas. No están para rendir tributo a quienes despreciaron la paz cuando no les servía. Están para recordar a quienes unieron, no a quienes dividieron. A quienes defendieron la legalidad, no a quienes la dinamitaron cuando no les convenía.
Maroto, como tantos otros, confunde memoria con homenaje. Y olvida que la memoria también exige verdad. Verdad incómoda, sí. Verdad que no cabe en los discursos oficiales, ni en los eslóganes de campaña. Pero verdad al fin y al cabo.
Y la verdad es que ni Largo Caballero ni Indalecio Prieto merecen una calle en Madrid. Lo que merecen es una revisión honesta, sin aplausos ni reverencias. Una en la que se diga claramente que lucharon, sí, pero no por la democracia, sino contra ella.