Luces y sombras en el paso del Ballet Estatal de Viena por el Teatro Real: Mahler no siempre se deja bailar

Luces y sombras en el paso del Ballet Estatal de Viena por el Teatro Real: Mahler no siempre se deja bailar

La noche del 24 de mayo, el Ballet Estatal de Viena regresó al escenario del Teatro Real con un programa doble marcado por el contraste: por un lado, “Concertante”, una pieza geométrica y afilada del coreógrafo Hans van Manen; y por otro, “4”, una coreografía del actual director de la compañía, Martin Schläpfer, construida sobre la difícil arquitectura de la “Sinfonía No. 4” de Mahler. Fue una velada que, más allá de los aciertos puntuales, reveló una compañía en busca de rumbo, anclada en la tensión entre su glorioso pasado y su incierto presente.

No se puede hablar del Ballet Estatal de Viena sin detenerse en la magnitud de su legado. El ballet en Viena nació en 1622, cuando Eleonora Gonzaga, emperatriz consorte de Fernando II, organizó el primer ballet documentado en la ciudad. Desde entonces, la danza se convirtió en parte esencial de la vida cortesana vienesa, desarrollándose bajo la influencia de los modelos franceses e italianos.

Con el tiempo, y especialmente a partir del siglo XIX, Viena consolidó una de las escuelas coreográficas más refinadas de Europa. El actual Wiener Staatsballett, como estructura moderna, es heredero de esa historia, siendo una de las grandes compañías del continente. Sin embargo, esa herencia parece cada vez más lejana bajo la dirección de Martin Schläpfer, quien ha apostado por una línea estética y conceptual que muchos consideran alejada del alma del ballet vienés.

“Concertante”: precisión formal en envoltorio inadecuado

La velada empezó con “Concertante”, coreografía de Hans van Manen, uno de los grandes nombres del ballet contemporáneo europeo. Estrenada el 13 de enero de 1994 en el Nederlands Dans Theater 2 de La Haya, la pieza está concebida como un elegante juego de conexiones humanas: ocho bailarines interactúan como si fueran engranajes de un rompecabezas emocional, explorando el espacio y la relación entre los cuerpos con economía de medios y una claridad casi matemática.

La música de Frank Martin (1890–1974), sofisticada y contenida, acompaña perfectamente ese diálogo coreográfico, en el que el virtuosismo no se mide en piruetas, sino en la exactitud del gesto y la tensión dramática contenida. Los intérpretes vieneses ofrecieron un trabajo técnicamente sólido, con momentos de gran concentración escénica, aunque no siempre del todo conectado emocionalmente, produciendo así movimientos fríos y poco elegantes.

Sin embargo, lo que más chirrió fue el vestuario, diseñado por Keso Dekker: una estridente paleta de colores —amarillos, fucsias, verdes— que recordaba más a un número del Cirque du Soleil que a la sobriedad característica del Wiener Staatsballett. Un error de estilo que desdibujó la potencia de una coreografía notable.

“4”: cuando Mahler no quiere bailar

La segunda parte del programa trajo una propuesta mucho más ambiciosa —y también más problemática—: “4”, una coreografía de Martin Schläpfer construida sobre la compleja y sublime “Sinfonía No. 4” de Gustav Mahler (¡casi nada!). Estrenada en Viena el 4 de diciembre de 2020, la pieza pretende ser un homenaje al cuerpo de ballet de la Ópera Estatal, pero el resultado dista mucho de cumplir ese propósito.

Bailar una sinfonía de Mahler es, en sí mismo, un riesgo monumental. Su música está tan cargada de significado, de ambigüedad y de transiciones emocionales, que imponerle una coreografía puede volverse contraproducente. Y eso es precisamente lo que ocurre aquí: la danza no dialoga con la partitura, sino que la acompaña de forma forzada, con movimientos que no siempre encuentran justificación ni traducción poética. Hubo, eso sí, momentos visualmente impactantes, como ese en el que cinco bailarines cruzan el escenario en puntas, sin bajar los pies, como figuras suspendidas entre el dolor y el éxtasis. Pero en conjunto, la coreografía carece de dirección clara, dispersa en episodios sin cohesión, sin un verdadero desarrollo dramatúrgico. El vestuario de Catherine Voeffray, mucho más comedido que el anterior, ofreció sobriedad y funcionalidad, aunque tampoco destacó por su elegancia o refinamiento. Fue, al menos, un marco neutro para que el cuerpo se expresara sin distracciones cromáticas.

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Uno de los grandes atractivos de esta “Sinfonía No. 4” es su último movimiento, un Lied titulado “Das himmlische Leben” (“La vida celestial”), perteneciente a la colección “Des Knaben Wunderhorn”, de Arnim y Brentano. Una canción luminosa, que habla de la visión infantil del paraíso con ingenuidad y una ironía melancólica. La soprano Marina Monzó ofreció una versión musicalmente cuidada, con buena proyección y fraseo sensible. El Teatro Real no proyectó la letra ni ofreció traducción del texto. Así, el espectador quedaba atrapado entre tres niveles sin conexión: la música de Mahler, el canto de Monzó y la danza dispersa de Schläpfer. Sin entender la letra, sin saber qué mirar ni escuchar, el momento culminante de la sinfonía quedó disuelto en una nube de confusión estética.

La Orquesta Titular del Teatro Real, bajo la batuta del británico Matthew Rowe, ofreció una lectura correcta de la partitura mahleriana. No fue una versión de referencia, ni especialmente expresiva, pero cumplió con solidez el difícil papel de sostener una coreografía sin perder el pulso musical. Fue un trabajo digno, que contribuyó a mantener la coherencia sonora de la velada.

Desde la llegada de Schläpfer en 2020, el Ballet Estatal de Viena ha atravesado un proceso de transformación que ha generado división entre críticos, público y bailarines. Para muchos, la compañía ha perdido parte de su esencia y refinamiento. La buena noticia es que, a partir del 1 de septiembre de 2025, la dirección pasará a manos de una figura legendaria: la “prima ballerina” Alessandra Ferri.

Ferri no solo representa una excelencia artística indiscutible, sino que también encarna un tipo de sensibilidad capaz de reconciliar lo clásico y lo contemporáneo con profundidad. Su nombramiento abre una puerta de esperanza para que el Wiener Staatsballett recupere el brillo que siempre lo distinguió.

Cuando una institución con cuatro siglos de historia visita una capital cultural como Madrid, se espera grandeza, visión y respeto por la tradición. El Ballet Estatal de Viena ofreció destellos de todo ello, pero empañados por una dirección artística que parece más obsesionada con lo moderno que comprometida con lo esencial – una tendencia que, por desgracia, también se deja ver con frecuencia en las producciones operísticas actuales–. Queda esperar para ver si el rumbo cambia.

@estaciondecult

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