Que no, que no. Que esta vez no pienso hablar ni una palabra de Oscar Puente. A quien me refiero es al ministro de Justicia, que, en lugar de defender la independencia de los jueces, aceptar las sentencias que dictan y apoyarles ante los graves insultos de compañeros de Gobierno, incluido el presidente, de los socios de investidura y de periodistas-activistas que, sin ninguna formación jurídica, critican "los errores" o señalan que la instrucción está mal hecha, se permite afirmar que "hay una minoría de jueces que hacen mucho daño a la justicia" y exige al Consejo General del Poder Judicial que resuelva con urgencia las quejas contra las "incomprensibles" actuaciones del juez Peinado, se entiende que dando la razón al ministro y quitándosela al juez.
Cuando un ministro, que también lo es de Presidencia y de Relaciones con las Cortes y la mano derecha del presidente -aunque dicen que, ahora, a la baja-, se convierte en agitador y encima hace mal su tarea -en lugar de solucionar problemas, los multiplica-, lo que toca es el cese o la dimisión. Sus últimas decisiones están logrando algo impensable: que la justicia, sobrecargada y con retrasos -se están haciendo señalamientos para 2028- funcione aún peor. Parecía imposible, pero no lo es. La Ley de Eficiencia Procesal, que convertía los juzgados unipersonales en tribunales de instancia, implantada con precipitación, sin medios suficientes y sin la formación adecuada está provocando caos, desorganización y desconcierto en los LAJ (Letrados de Administración de Justicia) y los funcionarios y problemas para abogados y procuradores.
La obligatoriedad de acudir a medios alternativos de solución de conflictos antes de judicializar un problema -aparentemente una buena idea- está haciendo que la justicia sea aún más lenta, con más resoluciones y más trámites procesales, más costosa para los justiciables, más insegura por los defectos regulatorios y más compleja para los abogados. La idea de encargar la instrucción de los procesos a los fiscales, además de ser un brindis al sol dada la actual aritmética parlamentaria y los años que serían necesarios para poder aplicarla realmente, es un dislate dada la falta de independencia de la Fiscalía. Los jueces de violencia sobre la mujer han estallado por el previsible colapso que se va a producir por otra "reforma Bolaños", que les obliga a hacerse cargo, sin refuerzos ni medios suficientes y solo con promesas de ampliar las plazas de jueces, de todos los delitos contra la libertad sexual y la trata cuando la víctima sea mujer. Si no llegaban antes, imaginen lo que puede pasar mañana. Y eso sin contar con el escándalo de las pulseras para las mujeres amenazadas.
El Consejo General del Poder Judicial y los jueces de violencia contra la mujer también alertaron a Bolaños, que no hizo nada o si lo hizo no sirvió para nada.. A todo esto hay que sumar la incorporación por la puerta de atrás de mil jueces sin las debidas garantías de formación, mérito y capacidad y graves dudas sobre su sistema de selección. O la incapacidad para atender la exigencia de Europa de cambiar el sistema de elección de los miembros del Consejo General del Poder Judicial. Y su defensa a muerte del fiscal general, su sintonía con el Tribunal Constitucional -la última "casa de acogida" de las decisiones del Gobierno-, el apoyo a los que acusan de prevaricadores a algunos jueces y la ignorancia voluntaria de las graves acusaciones hechas por la UCO, la Fiscalía europea o la Intervención General del Ministerio de Hacienda sobre las actividades de la mujer del presidente, de su hermano o de los números 2 del PSOE.
Es posible que haya algún juez tratando de hacer polìtica, para lo que hay instancias superiores que pueden poner las cosas en su sitio, pero es indudable que hay muchos políticos que quieren hacer de jueces. Y también hay ministros, si lo son de Justicia con mayor gravedad, que aparte de hacer mal su trabajo, de ser incapaces de frenar la mala calidad legislativa de su Gobierno -como demuestra la aplicación de la ley del sólo sí es sí y alguna otra-, que se dedican al activismo político y a multiplicar la desconfianza de los ciudadanos y de los profesionales jurídicos en los jueces y en la justicia. Y eso es de extrema gravedad.
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