El Fiscal General del Estado se sentará en el banquillo el próximo mes de noviembre para que los siete magistrados de la sala segunda del Tribunal Supremo (tres mujeres, cuatro hombres) decidan finalmente si el señor García Ortiz cometió o no cometió un delito de revelación de secretos, a la luz del artículo 197 del Código Penal.
Entretanto, señalemos cuatros motivos de la perplejidad en la evolución del caso. Cuatro motivos, cuatro. Llámenlo ustedes como quieran: vicios ocultos del sistema, anomalías democráticas, aberraciones, fallos de funcionamiento de la maquinaria del Estado o, simplemente, notas surrealistas al margen de un escándalo sin precedentes.
A saber:
1) Lo nunca visto: el máximo responsable de la institución encargada de promover la acción de la justicia y perseguir a los delincuentes en nombre del Estado aparece perseguido por la justicia, a su máximo nivel jurisdiccional, como presunto delincuente.
2) El Gobierno de la Nación ha ido mucho más allá de lo razonable en su solidaridad con el fiscal. Hasta el punto de declararlo "inocente" a título preventivo y sugerir públicamente que se le procesa sin pruebas, seguramente porque el juez instructor del caso es uno de los que se meten en política, según el propio Presidente del Gobierno.
3) ¿Y qué derivada se va a desprender de todo eso? Pues que todos nos sintamos legitimados para entender que en noviembre el Gobierno compartirá el banquillo con García Ortiz. Nada descabellado, además, después de haber oído a la vicepresidenta, Yolanda Díaz, hablar con naturalidad del "fiscal del Gobierno". Ergo, dos por uno en materia de daño reputacional en ambas instituciones.
4) La cuarta aberración es la de que en la vista pública, además del abogado del Estado, ejercerá de defensor de García Ortiz un fiscal que, amén de ser un subordinado del presunto delincuente, está legalmente habilitado par acusar y no para defender a nadie.
El mal de fondo es la politización del asunto. El fiscal general y el Gobierno que lo apoya se han querido redimir con su defensa de la verdad frente a la difusión de un bulo. Sostienen que sus concertadas acciones para hacer público un documento privado (la Administración tenía el deber de custodiarlo) solo perseguía desmentir ese bulo para que resplandeciera la verdad. Lo que callan es que el principio de legalidad opera hasta cuando se trata de frenar una mentira. Es decir, que la comisión de un presunto delito siempre es perseguible, aunque su motivación -claramente política- estuviera orientada a impedir que siguiera ganando terreno el relato del supuesto mentiroso.