Asmik Grigorian ilumina un “Otello” con sombras en la apertura de la temporada del Teatro Real

Asmik Grigorian ilumina un “Otello” con sombras en la apertura de la temporada del Teatro Real

El Teatro Real inauguró el pasado viernes 19 de septiembre la temporada 2025-26 con “Otello”, la penúltima ópera de Giuseppe Verdi y una de las más deslumbrantes de todo el repertorio. La expectación era máxima: pocas partituras sacuden tanto por su violencia dramática, su refinamiento musical y su implacable intensidad. Y, sin embargo, la noche dejó una sensación agridulce. Si la música –con Nicola Luisotti en el podio y Asmik Grigorian en estado de gracia– fue incontestable, la producción escénica firmada por David Alden volvió a quedarse a medio camino, con un aire correcto, pero sin alma, incapaz de acompañar el caudal emocional que la obra exige. Y fuera del escenario, el habitual desfile de autoridades y celebridades se quedó deslucido: sin Sus Majestades los Reyes de España –de viaje en Egipto–, tampoco se vio a buena parte de la clase política madrileña ni a la socialité que suele dejarse retratar en esta apertura de temporada. 

“Otello” es la penúltima ópera de Verdi, con libreto de Arrigo Boito, basado en la tragedia shakespeariana “Othello, or The Moor of Venice”. Se estrenó en la Scala de Milán el 5 de febrero de 1887, tras un periodo en el que Verdi parecía retirado de la composición lírica, convencido de haber dicho ya todo lo que tenía que decir. La obra se estructura en cuatro actos y narra cómo el general Otello, victorioso tras una campaña militar, regresa a Chipre junto a su esposa Desdémona. Pero la malicia de Iago, su alférez, urde una conspiración para sembrar celos y dudas en el protagonista, haciéndole creer que su mujer le ha sido infiel con Cassio. Consumido por los celos, Otello acaba asesinando a Desdémona, y al descubrir la verdad, se suicida. Amor, traición, engaño y violencia se condensan en una partitura que exige tanto a las voces como a la orquesta.

David Alden presentó en el coliseo madrileño la misma producción que ya inauguró la temporada 2016-2017. Lo cierto es que entonces tampoco convenció. Su visión sitúa la acción en un ambiente militarizado de regímenes autoritarios. Uniformes oscuros, una escenografía de líneas severas, iluminación dura, casi claustrofóbica: todo contribuye a una atmósfera opresiva. En teoría, ese marco encajaría bien con la tragedia de Otello, devorado por pasiones irracionales. Pero en la práctica, la propuesta se queda en un envoltorio rígido que no consigue insuflar vida a los personajes.

El escenario, diseñado casi como una única caja cerrada, apenas cambia de un acto a otro. Este estatismo visual resta dinamismo a una trama que se alimenta de tensión creciente. El espectador percibe un continuo gris que, lejos de subrayar la angustia, la adormece. En lugar de intensificar el drama, lo apaga. La dirección de actores tampoco ayuda: se detecta cierta frialdad en las interacciones, como si Otello, Iago y Desdémona fueran piezas que se mueven con calculada previsión, pero sin verdadero contacto humano. En una ópera donde la psicología de los personajes es el motor de la tragedia, esta falta de chispa resulta especialmente frustrante.

250922 otelo2Hay momentos visuales bien logrados –las sombras que acompañan las intrigas de Iago, el aire asfixiante del último acto–, pero son destellos aislados en un conjunto que no emociona. Alden busca un enfoque psicológico, pero el resultado es más conceptual que visceral, y “Otello” no admite tibiezas. Al final, lo que se echó de menos fue precisamente el vértigo, el desgarro que la música ofrece y que la escena debería redoblar. El público lo percibió: entre los aplausos firmes a la orquesta y a Grigorian se colaron algunos abucheos dirigidos al equipo escénico.

En el reparto vocal, La Palma se la llevó Asmik Grigorian. La soprano lituana transformó a Desdémona en el verdadero corazón de la ópera. Su voz cálida y flexible, su fraseo impecable y, sobre todo, su capacidad para conmover, hicieron de cada una de sus intervenciones un acontecimiento. La “Canción del sauce” y el “Ave María” fueron momentos de recogimiento absoluto en la sala, con esa rara magia que solo alcanzan los grandes intérpretes. Curioso que en una obra donde el personaje femenino aparece relativamente poco, Grigorian lograra eclipsar, imponiendo una delicadeza que contrastaba con el hieratismo del entorno escénico.

El Otello del tenor estadounidense Brian Jagde fue, por el contrario, la gran decepción de la noche. Tiene potencia vocal y los agudos suenan seguros, pero su interpretación careció de la hondura psicológica que reclama el personaje. Los celos que devoran al Moro de Venecia apenas se percibieron como un trazo grueso, sin matices ni verdadera tragedia interior. Gabriele Viviani, como Iago, cantó con seguridad y proyección, pero su villano no alcanzó el nivel de astucia y veneno que vuelve fascinante al personaje. Y Airam Hernández, como Cassio, cumplió sin llegar a destacar, ofreciendo un retrato más bien pálido de un rol que debería aportar un contrapunto luminoso.

250922 otelo3Donde sí hubo unanimidad fue en el foso. Nicola Luisotti dirigió con la energía y el pulso teatral que caracteriza su relación con Verdi. Extrajo de la orquesta del Real sonoridades densas y refinadas, capaz de desplegar la tempestad inicial con una violencia electrizante y de pasar después a susurrar la plegaria de Desdémona con un lirismo envolvente. El coro, siempre exigido en esta ópera, respondió con cohesión y potencia. Musicalmente, “Otello” alcanzó las cimas que se esperan de una inauguración.

Lo que quedó en entredicho fue la elección de abrir temporada con una reposición escénica ya conocida y no especialmente inspirada. Una casa de ópera como el Real tiene la obligación de arriesgar en su carta de presentación, de sorprender, de ofrecer lecturas que renueven la mirada sobre un título tan canónico. Aquí, en cambio, se optó por un camino seguro, y el resultado fue una inauguración impecable en lo musical, pero sin el golpe teatral que hubiera convertido la noche en memorable.

Verdi y Luisotti salvaron con creces la velada; Grigorian la convirtió en un triunfo personal. Pero la producción de David Alden volvió a quedarse corta, demasiado rígida, demasiado conocida, demasiado poco arriesgada. Y “Otello”, esa tragedia abrasadora que reclama fuego y vértigo, no puede contentarse con una puesta en escena que, por mucho que vista de uniforme y sombras a sus personajes, no logra transmitir la incandescencia que late en la música.

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