Siempre he pensado que una de las carencias de nuestra Constitución es no regular la limitación de los mandatos presidenciales a un máximo de ocho años consecutivos, como ocurre con tantas leyes fundamentales de países europeos y americanos.
Tanto Aznar como Zapatero se mostraron favorables a esta limitación, y la propiciaron en sus respectivos casos, conscientes ambos de que el período de Felipe González al frente del Gobierno había sido excesivamente largo, como se mostró en la 'recta final' de su mandato. Creo recordar que el propio Pedro Sánchez, allá por 2014, anunció una convención del PSOE sobre regeneración democrática en la que se consagraría, entre otras cosas, la limitación de mandatos de los presidentes del Ejecutivo a dos legislaturas. Pero ahora, según sus últimas declaraciones a Bloomberg, Sánchez parece haber cambiado de opinión: se presentará de nuevo en 2027, anunció.
Personalmente, no creo que lo haga, suponiendo que lleguemos a agotar la presente Legislatura, la más tensa e irregular que yo recuerdo desde la restauración de la democracia en 1977. Son tantos los factores de peligro que pesan sobre Sánchez, desde los juicios pendientes a familiares cercanos hasta el próximo del fiscal general, pasando por la desafección de algunos de sus hasta ahora aliados en el Congreso, que se me hace difícil pensar en que el actual 'statu quo' pueda prolongarse aún durante veinte meses más, cuando cada día marca un hito de inestabilidad en la situación política interna. Sánchez es ya, junto con el húngaro Orban -que no es buena compañía-el mandatario europeo que lleva más tiempo en el cargo. De seguir en 2027 -suponiendo, claro, que ganase esas elecciones o pudiese reeditar una mayoría de heterogéneos--, batiría un récord digno de figurar en el libro Guinness. De él todo puede esperarse, la verdad.
Claro que la inestabilidad es el sino de esta Europa, desde Francia hasta, ahora, algunos países nórdicos. Y claro que el panorama internacional, con un Trump lanzado simplemente a la locura y un Putin y un Netanyahu violando cada día las normas de convivencia más básicas, requiere de unas naciones europeas sólidas, estables, firmes, con liderazgos claros. Lo que ocurre es que en España no se dan ninguna de esas condiciones, por más que Sánchez, un excelente vendedor fuera de nuestras fronteras, presente como un país puntero, que marca el ritmo de la UE. España es, sí, un gran país, pero no sé si siempre está en las mejores manos.
Y sí: Sánchez se acaba de apuntar un buen tanto en Nueva York, donde algunos importantes medios de comunicación liberales le presentan casi como el único que se ha atrevido a ponerse frente a Trump y como el cabeza del pelotón anti-Netanyahu. Qué duda cabe de que el presidente español lo ha sabido hacer, y disfruta en los escenarios globales. Pero no menos cierto es que su paso por el poder le está haciendo olvidar algunas cuestiones básicas en democracia, como el respeto a la Constitución, el diálogo con la oposición y con la ciudadanía y la fidelidad a la verdad y a la palabra dada. En los Estados Unidos, cuando ese país era el espejo limpio de la democracia, en el que se echaba a un presidente por mentir, se acuñó el término del 'pato cojo' para designar al mandatario que ha llegado a la limitación de su mandato y consume sus últimos meses en el poder, con todo lo que ello conlleva.
Yo creo que Sánchez habría de empezar a considerarse un poco ese 'pato cojo' que debe, ya que no por mandato legal, sí por imperativo moral, poner fin a su trayecto por la dulce alfombra roja del poder. Me asusta que alguien a quien valoro políticamente tan poco como la portavoz gubernamental, Pilar Alegría, pueda ser el almuédano de las intenciones sanchistas de mantenerse, llegue como llegue a 2027, después en el poder. A Pedro Sánchez le reconocemos algunas cosas buenas. Otras no lo han sido, no lo están siendo, tanto: el insoportable 'síndrome de Hubris'. Creo que el peor paso que puede dar Sánchez de cara al recuerdo que deje en la Historia es el de tratar, como sea, de perpetuarse en La Moncloa, donde ya va tocando un cambio de colchones, para bien o para mal.
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