El PSOE habla de corrupción como si no llevara en su ADN el saqueo institucional desde hace décadas. El PP le responde con el dedo acusador, mientras esconde bajo la alfombra cientos de causas abiertas, piezas separadas, sobresueldos y cajas B. Y vuelta a empezar. “Tú más”. “Tú peor”. Esa es la miseria política en la que se ha instalado el bipartidismo español: una guerra de fango en la que ambos bandos chapotean con comodidad. Porque el fango es su medio natural.
Ni el PSOE ni el PP tienen autoridad moral para erigirse en regeneradores. Ni la más mínima. Ambos han convertido sus estructuras en redes clientelares donde la corrupción no es una anomalía, sino el funcionamiento ordinario del sistema. No hablamos de manzanas podridas. Hablamos de cestas completas. De partidos que operan como mafias políticas donde el mérito no se premia, se persigue, y donde la lealtad al jefe vale más que el cumplimiento de la ley.
El PSOE carga con una herencia criminal que no empieza en los ERE, ni en Filesa, ni en el GAL. Su historia de violencia, golpismo y sectarismo se remonta a los años 30, cuando ya practicaban el asesinato político, el pucherazo electoral y el terror en las calles mucho antes del estallido de la Guerra Civil. Un partido que aplaudía quemas de iglesias y secesiones de Estado no puede darnos hoy lecciones de convivencia ni de democracia. Porque nunca creyeron en ellas.
El PP, por su parte, se ha especializado en la gestión tecnocrática del saqueo. No levantan el puño, pero reparten contratos amañados con la misma eficiencia que una empresa privada reparte dividendos. La trama Gürtel no fue un caso, fue una estructura. Púnica, Lezo, Bárcenas… La lista es inacabable. Decenas de causas, cientos de millones malversados, y el mismo modus operandi: amigos, comisiones, fundaciones pantalla y silencio cómplice.
Ambos partidos han hecho del Parlamento un zoco de acusaciones cruzadas. Uno saca los papeles de los sobres, el otro los de los ERE. Uno habla de mordidas en la sede nacional, el otro de prostíbulos pagados con dinero público. Como si el robo ajeno limpiara el propio. Como si la inmundicia de enfrente redujera el hedor de la propia cloaca. Han convertido el debate político en un concurso de inmoralidad. Y mientras discuten quién ha robado más, El País sigue siendo saqueado.
La corrupción en España no es un accidente, es una cultura política. Y los principales partidos del sistema no solo no han combatido esa cultura: la han perfeccionado. La han institucionalizado. La han convertido en método. Han colonizado empresas públicas, han infiltrado asociaciones, han comprado voluntades, han manipulado medios y han pervertido las instituciones.
Y lo más grave: han hecho que nos acostumbremos a ello. Que dejemos de exigir. Que aceptemos el robo mientras sea "el nuestro". Que celebremos la caída del contrario mientras justificamos al propio. Que relativicemos la mentira, la malversación y el abuso como si fueran simples diferencias de estilo.
Ni el PSOE ni el PP representan hoy una alternativa a nada. Son el pasado, el síntoma y la enfermedad. Hablan de corrupción como quien acusa de insomnio mientras no deja dormir. Han perdido toda legitimidad, no por sus errores, sino por su persistencia en el crimen. Porque no se han equivocado: han elegido.
¿Puede quedar espacio para la esperanza? ¿Podría surgir en alguno de estos partidos un liderazgo real, honesto, regenerador, que sacuda las estructuras desde dentro y acabe con esta podredumbre institucionalizada? Puede que sí. Pero a día de hoy, eso parece tan probable como encontrar vida inteligente en Marte. Porque lo que rodea y sostiene a esos partidos es exactamente lo contrario: una red perfectamente engrasada para impedir cualquier cambio que cuestione los privilegios adquiridos.
Y no, no caigo en el cinismo absoluto. Sé que hay políticos honestos en el PSOE y en el PP. Personas limpias, preparadas, con vocación de servicio, que quieren hacer las cosas bien. Pero la gran pregunta no es si existen. Es si pueden. ¿Se puede ser limpio dentro de un sistema diseñado para ensuciarte? ¿Se puede cambiar algo sin ser expulsado o silenciado por tocar los intereses del aparato? Esa es la duda que debería atormentar a los votantes de ambos partidos.
No es ya una cuestión ideológica. Ni siquiera una cuestión judicial. Es una cuestión moral. Y lo que está en juego no es quién gobierna, sino si estamos dispuestos a seguir siendo gobernados por esta mafia de siglas que confunde el poder con el derecho a saquear.
El bipartidismo no está en crisis. El bipartidismo es la crisis. Y hasta que no entendamos eso, seguirán robando. Y nosotros, aplaudiendo.