La dimisión de Noelia Núñez de todos sus cargos —el escaño en el Congreso, la portavocía del PP en Fuenlabrada y su puesto en la dirección nacional del partido— es una decisión que honra, al menos, el principio de responsabilidad. Ha cometido un error, lo ha reconocido públicamente y ha actuado en consecuencia. Ha dejado de representar a los ciudadanos tras admitirse que su currículum incluía afirmaciones que no se correspondían con la realidad de su formación académica. Es lo que se espera de quien ejerce un cargo público. Ni más, ni menos.
Ha tomado la decisión de dimitir, no sabemos si por iniciativa personal o empujada por su partido. En cualquier caso, lo ha hecho con rapidez. Y eso, en la política española actual, es una anomalía digna de señalar. No es una cuestión de gestos heroicos, sino de asumir las consecuencias cuando se falta a la verdad. Y eso es lo que deberían hacer todos, sin distinción de color político.
Porque Noelia Núñez no es la primera, ni será la última, en adornar su historial académico. La diferencia está en que ha dimitido. Lo intolerable es la actitud de quienes, desde otras formaciones, convierten este tipo de escándalos en arma arrojadiza mientras esconden sus propias miserias. El PSOE, con Óscar Puente a la cabeza, ha hecho precisamente eso. El ministro fue el primero en exigir explicaciones, ignorando que él mismo presume de un supuesto “máster” que no es tal, expedido por una fundación partidaria sin validez oficial.
Y su caso no es aislado. Pedro Sánchez, Cristina Narbona, Pilar Bernabé, Patxi López… todos han tenido que modificar o rectificar sus currículos por inexactitudes flagrantes. Ninguno dimitió. Ninguno pidió perdón. Ninguno asumió el coste político que ahora se exige con tanta contundencia a una diputada joven del PP. Hay en esta hipocresía una falta de respeto hacia los ciudadanos que degrada aún más la confianza en las instituciones.
Tampoco se trata de idealizar al Partido Popular, que ya ha vivido sus propios casos, como el de Cristina Cifuentes, que acabó dimitiendo por un máster dudoso tras semanas de escándalo. El problema es estructural. Y la única solución es clara: quien miente o se presenta ante los ciudadanos con un perfil que no se corresponde con la realidad, debe marcharse. Sin victimismos, sin excusas, sin cálculos.
Pero este caso también revela otra herida mal cerrada en nuestro sistema político: la figura del político profesional. Noelia Núñez se afilió joven, creció dentro del aparato y saltó de cargo en cargo sin haber desarrollado una trayectoria fuera del partido ni culminado su formación universitaria. No es un caso aislado, sino el modelo dominante en todas las siglas. Y es un modelo que empobrece nuestra democracia. La política no puede convertirse en una salida laboral perpetua, ni en una identidad de por vida. Tiene que ser una etapa, una responsabilidad temporal asumida por personas con experiencia y vocación de servicio público.
La regeneración no pasa por nuevos códigos internos o campañas de imagen. Pasa por una cultura política que premie la verdad, la solvencia, la coherencia y la humildad. Si un cargo público adorna su biografía, debe irse. Si no tiene formación suficiente, debe reconocerlo. Si comete un error, debe asumirlo. Lo contrario —como ya hemos visto demasiadas veces— solo degrada la política y aleja a los ciudadanos de las instituciones.
Lo que ha hecho Noelia Núñez —dimisión mediante— es lo correcto. Y eso, en los tiempos que corren, ya es mucho decir.