“Florecer”, la educación basada en el amor

“Florecer”, la educación basada en el amor

La palabra “florecer”, etimológicamente, viene del latín “florescere” y significa “echar flores una planta o prosperar una persona”. Sus componentes léxicos, el sustantivo “flor” y el sufijo “ecer” del latín “escere”, indican una acción incoativa, un cambio de estado. De ese proceso de transformación de la persona y de su educación –de niño a adulto– habla el libro “Florecer” (Didaskalos, 2023) de Daniel Capó y Carlos Granados.

El primero, columnista y escritor, aborda la materia desde un punto de vista literario, –con la experiencia a sus espaldas– englobando cuestiones sobre la paternidad y la filiación; y el segundo, sacerdote, director del Stella Maris College de Madrid habla desde un ángulo más ensayístico, teórico y filosófico, examinando así el terreno de la educación. Los dos escritos son totalmente complementarios para la correcta comprensión de cómo tiene que discurrir una enseñanza –cristiana en este caso–acertada desde su punto de vista. “Florecer”, escribe Capó, “tiene que ver con un corazón que no se busca a sí mismo, sino que se expande para convertirse en “humus”, en tierra húmeda, fértil, entregada”.


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Afectos y virtud 

En una sociedad como la de hoy –inmediata, cada vez más líquida, abrumada con inteligencias artificiales y efectos digitales– es de gran interés analizar aquí lo que se escribe en el libro sobre la educación de los afectos y el significado de la virtud en el crecimiento de una persona. La educación en valores es un concepto muy amplio, expansivo e indefinido. Para entender la explicación de la virtud, es relevante la diferenciación que hace Granados de la “educación en valores” y “educación en virtudes”. La primera –dice– es “un conjunto genérico y más bien abstracto de ideales con los que un colegio está de acuerdo (‘hacer un mundo mejor’, ‘la solidaridad’, ‘la democracia’…)”; la segunda, “pone en juego un conjunto muy concreto de disposiciones o hábitos operativos buenos. Porque son operativos, no se pide estar de acuerdo con ellos, sino realizarlos; porque son hábitos buenos, no demandan solo una adhesión de la razón, sino también una inclinación del afecto (son formas de integración de la persona que vinculan inteligencia y amor)”. 

El sistema de valores es el producto de la experiencia y educación que proviene de la familia, el entorno escolar y las relaciones establecidas para comprender la sociedad y cómo funcionan sus mecanismos. Cuanto más fértil sea ese contexto en el que uno crece, más completas serán las orientaciones de valores en el mundo real fuera de las puertas de la escuela o del hogar. Si los profesores enseñan a contar, en la vida se debe estar preparado para saber y decidir qué contar. O, dicho de otra manera, cuantas más preguntas se plantea uno –y tenga esa capacidad de pensamiento crítico–, más flexible, seguro e independiente se volverá. 

Esto no va orientado sólo a los profesores, sino a los padres y la sociedad en su conjunto. Sin embargo, no se le presta la atención que merece. Al contrario, se deja de lado en favor de la retención de conocimientos o la transmisión de materias, el puro contenido intelectual. Se olvida que hay algo mucho más importante que sacar una buena nota en un examen. La enseñanza basada en el amor, respeto y responsabilidad, a formarse en la convivencia y en la conciencia social. Tristemente, pocos son los que apuestan por la educación en valores como medio para transformar la sociedad. Para conseguirlo hay que empezar desde la familia. “Ser hijos nos recuerda que no estamos solos ni somos autosuficientes, y esa humildad primera de reconocernos dependientes –y, por tanto, necesitados– constituye un semillero de la verdad. […] La familia es la gran educadora porque impide que el nihilismo tenga razón. La familia es la gran puerta, el símbolo del inicio de un camino. O, al menos, una de las que nos conducen a la vida lograda”, escribe Capó. 

El amor 

Tanto en la primera parte, como en la segunda, se define el concepto del amor –mejor dicho, una educación basada en el amor– como la verdad absoluta, lo que estamos llamados a perseguir. El “florecer” verdadero tiene sentido cuando uno no se busca a sí mismo, no se regocija en su propio bienestar, sino que se entrega a los demás. Si falta esa educación afectiva uno crece emocionalmente disfuncional, inestable y perdido porque arrastra una carencia básica. Es necesario ser amado –desde la infancia– para poder ofrecer un amor sano a los demás. Escribe Granados que la educación en el amor “genera las disposiciones afectivas (virtudes) para actuar. […] Solo gracias a esta educación de los afectos el niño aprende a situarse en el mundo interpersonal, a leerlo en su hondura, a comunicarse en él”. Es una equivocación pensar que la escuela debe ser una mera transmisora de contenidos. Según Granados, la familia es la primera escuela en el que el amor se recibe y se aprende, sin embargo, el colegio “no es un ambiente afectivamente aséptico”.  

Los seres humanos son (somos) vulnerables desde el momento de la concepción. Esta condición significa que somos débiles a las lesiones, al dolor y a las angustias. Pero no significa que seamos incapaces de resistirlas y superarlas. Es precisamente esta vulnerabilidad la que nos permite desarrollar la virtud de la fortaleza. Aquí Granados cita a Ratzinger: “al tratar de proteger a los más jóvenes de cualquier dificultad y experiencia de dolor, corremos el riesgo de formar, a pesar de nuestras buenas intenciones, personas frágiles y poco generosas, pues la capacidad de amar corresponde a la capacidad de sufrir, y de sufrir juntos”. 

En definitiva, sólo si se refuerza la educación en la familia, se podrá aspirar a tener una sociedad próspera, segura y sana. La pregunta clave que rara vez se plantea es: ¿la familia existe sólo para sí misma o para un fin superior? Si se la percibe como un fin en sí misma, los esfuerzos estarán condenados al fracaso. El secreto para reconstruir la familia es descubrir su conexión con el conjunto de la sociedad, la nación, el mundo y Dios. El vínculo familiar aparece como un microcosmos del universo del amor, es decir, es la “escuela del amor”. 

Este amor forma el carácter de uno. Independientemente de la posición que una persona ocupe en la sociedad–de su nivel de educación, riqueza o fama– es el entorno familiar el que crea unas relaciones constantes, basadas en el cariño e incluso es motivo para el desarrollo. Es tanto una escuela de amor como de ética y moralidad y la fuente de unos valores preciados.

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