Juan Jolín es uno de los siete sacerdotes que atienden espiritualmente a los enfermos del hospital de IFEMA, a punto de cerrar, afortunadamente, por disminución de pacientes.
Este médico vallisoletano con labores pastorales en Madrid ejerció la profesión antes de ordenarse sacerdote. Ha sido médico del cuerpo antes que del alma. Por eso sabe de lo uno y de lo otro, lo que le hace especialmente idóneo para colaborar en el hospital milagro, como algunos han acuñado a este montaje realizado en tiempo récord en Ifema.
Lo más duro de sobrellevar en esta pandemia, afirma Jolín, es la soledad en la que se encuentra el paciente. El sacerdote se esfuerza por rebosar humanidad como capellán y en tratar a todos con gran comprensión y cariño, tanto si son creyentes como si no lo son. Eso es lo que ha hecho con él todo el personal sanitario: agradecer con palabras o con la simple mirada su desvelo por todos.
No. No es un castigo. Personalmente no encuentro explicación convincente ante el sufrimiento. Para mí el dolor es un misterio. Pero sé que detrás hay un amor, el Amor de un Padre Bueno que nos quiere. La Pandemia no es un castigo, es una oportunidad. Como se dice en las bodas: amarás en la salud y en la enfermedad, en la pobreza y en la riqueza... el amor acompaña siempre, el amor permanece, aún en las pandemias.
Quizá sea lo más duro de sobrellevar, lo más duro de esta enfermedad. Recuerdo un paciente mayor, desorientado, que llamaba a su hija Paloma para que le llevara a la cama. En los momentos en los que somos más frágiles necesitamos de la presencia, del consuelo de los que nos quieren. Sí es lo más duro.
Recuerdo, cuando estudiaba medicina, que un profesor nos decía: para ser buen médico, antes hay que ser muy humanos, buenas personas. Lo mismo se podría decir de los sacerdotes. En primer lugar ofreces tu cariño, calidez humana. Intentas suplir a su madre, a su padre, a su hijo, a su hermano.
Siempre pienso en lo que haría Cristo. Se rodeaba de personas de todo tipo: incrédulas, enfermas, necesitadas. Comía con publicanos y pecadores ante el escándalo de algunos. Como sacerdote acudo al que me llama, y a veces con sorpresa descubro que el más alejado es quizá el que está más cerca.
La verdad es que es muy cansado, agotador. Llevas las máscaras, la visera, el paciente está con el oxígeno y es difícil comunicarse. Pero cada persona se lo merece todo. Intento dar a cada uno su mejor imagen. Escuchar en silencio, interesarme por sus cosas. Hablo con los ojos. Y confío que a través de un cariño humano, limitado, perciban el Amor de Dios, que de verdad llena.
Mientras hay vida hay esperanza y soy testigo de cómo se han revertido situaciones desesperadas. Además contamos con la Unción de Enfermos, que es un sacramento de vivos. La Unción da la salud del alma y, si conviene, también la del cuerpo. He visto personas que mejoran ostensiblemente después de recibir este sacramento.
Es verdad. Ahora la muerte es un nuevo tabú, del que no se puede, ni se quiere hablar. El sacerdote acompaña durante toda la vida: bautizos, comuniones, bodas y al final de la vida. En los hospitales acudimos, habitualmente, cuando un paciente que es creyente nos avisa. Es el momento de compartir las angustias, los miedos, las preocupaciones. Y se quedan tan confortados, que los compañeros de las camas cercanas nos piden que hablemos también con ellos.
Sí, te puede embrutecer. Pero el sacerdote está más en contacto con la vida. Yo, cada día, celebro la misa y digo: Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección... El amor es más fuerte que la muerte. El que está enamorado, de verdad, ama con el alma y el alma nunca muere.
Hablándolo con otros capellanes, comentábamos que recibes más de los enfermos de lo que tú les das. Sales muy enriquecido. Acompañar a tantas personas en un momento crítico es un privilegio y una responsabilidad. De cada paciente sale, en ese momento, lo más verdadero, y te emociona.
Muchas y muy buenas. Al fin y al cabo remamos todos en la misma dirección, cuidar a los enfermos. En primer lugar con los médicos y el personal asistencial. Recuerdo, uno de los días, que un médico se dio cuenta de que unos de los capellanes, por el estrés, sufría una dermatitis y trajo una pomada para su problema de piel. Eso ya es cariño.
Pasamos de la inicial sorpresa, a la aceptación y finalmente al agradecimiento. No era raro que cuando terminábamos se nos acercara alguien para dar las gracias. Al llegar a los controles de enfermería te encontrabas habitualmente una sonrisa. Se alegraban de vernos.
Personalmente no he tenido la oportunidad de encontrarme con ninguno. Sí sé que alguno de mis compañeros lo ha hecho y pudo saludar.
El Hospital Ifema surgió como una necesidad en un momento crítico. Superada la situación regresaré a mis tareas pastorales habituales.