Crítica de ‘El Gran Hotel Budapest’

Esta película, debido a la concepción que tiene todo el mundo de sus protagonistas, se puede comentar de dos formas. A través de la figura singular del director, el norteamericano Wes Anderson, y su mano distintiva para embarcarse en el rodaje de escenas y escenarios, y otra por la configuración del variado elenco en los rostros. Las particulares características de las películas de Wes, ya de por sí conocidas por todos los aficionados al cine y su legión invariable de acólitos (yo me encuentro entre la espada y la pared, recibiendo una de cal y otra de arena, de visionados de unas películas que me atraen y otras que aborrezco), prefiero dedicar los esfuerzos de este comentario a la expresividad.
'El Gran Hotel Budapest', como otras del mismo director, pretende ejercer su poderío visual sobre el espectador, abrumado ante la diversidad de encuadres y travellings, de secuencias desenfrenadas y estatismo de los actores entregados a su locuacidad e irreverencia interpretativa.
Se mantiene en sus trece de ofrecer su amplia gama colorista entre los tonos pasteleros o 'pasteloides' y el gris ceniciento azulado, enmarcando los diferentes estados de ánimo de los personajes. Buscando que sus secuencias sean recordadas y mantenidas en la retina, sin embargo, es posible que pasado un primer recuerdo se olviden como un sueño colorista, para centrarse en los personajes.
Allí en la memoria quedarán los rostros de su elenco, el fino maquillaje y distinguido vestuario que presentan a grandes actores y el juego del reconocimiento en cada momento de su aparición por parte del público. Caras que demuestran un máster del pagano (por taquilla) en la representación del esnobismo disfrazado de nostalgia de otros tiempos, de unos europeos que quedan atrás en la historia, ya casi irreconocibles.
De unos personajes en una Europa de entreguerras que se reconocen por una pulcritud y estilismo sofisticado, de ricas familias y reconocimiento personal gracias al servilismo. Todos altamente reconocibles y sobradamente cualificados para la tarea interpretativa. Solamente una cara nueva y otra emergente, en el enamoramiento juvenil predestinado del agrado del director, pero con la misma relación distante y frío. Como expresiones de romanticismo asexuado y edulcorado, entre el botones Tony Revolory y la pastelera Saoirse Ronan.
El Gran Peso del Budapest recae en las estrellas y en la dicción anglófila, desde el siempre correcto, flemático y muy británico Ralph Fiennes, hasta el fraccionado cameo de nuestro estimado Bill Murray. Una colección de toques plásticos y cómicos, sin tregua para caricaturizar a personajes, que van desde los letrados y familiares encarados, asesinos de ceja levantada, policías militarizados o de ceño fruncido.
Así nos hallamos con la recuperación esporádica de Jeff Goldblum, Edward Norton, F. Murray Abraham o Adrien Brody, con escarceos entre el maquillaje y el exceso de Harvey Keitel o Tilda Swinton, como un vagón plagado de viajeros sin destino invitados a la fiesta, o mejor dicho al robo como 'leitmotiv' para contar una historia sin demasiado interés. Todo a pesar del cuadro histórico, que yo creo desperdiciado en su parte de realidad social.
'El Gran Hotel Budapest' se compara con una screwball de otros tiempos cinematográficos, en que los actores se relacionaban entre ellos para añadir diálogo a la trama, emergían los problemas, tensiones y los gags graciosos, aquí todo queda enmascarado en la música grandilocuente de Alexadre Desplat y una comedia distanciada de las escenas en blanco y negro del viejo Hollywood. Se aporta aceleración por comicidad, pero sin el silente rodaje de los grandes como Charlot, ni el toque chispeante de Lubisth, ni que hablar de los diálogos arrolladores de Billy Wilder, ¡of course!
Todo por culpa de un guión con manierismo Andersoniano ideado por un compañero artístico y de letras (a veces cansinas), Hugo Guinness. Ambos decantados por el surrealismo visual y la epopeya engañosamente artificial del cuadro de marras, como método de desvío de la acción. Excusa par peleas entre familiares de alta cuna, y asesinos contratados a sueldo donde Willem Dafoe brilla entre los demás, por su caricatura a los malvados ocultos en la oscuridad del genio de Hitchcock, como el Pierre Nodoyuna de los trenes locos. Impertérrito, desmembrador y "desfelinizado".
Entre tanto rostro y tanto cameo, Ralph Fiennes se entrega con su flemática dicción británica, se apodera totalmente de la historia, que va perdiendo resuello a mitad del metraje, nos distrae con sus corredurías sexuales (aunque mirado desde el punto de vista infantiloide), nos recibe en su hostelería para ricachones y presenta a la sociedad a su aprendiz silencioso, sólo a veces, ya que en ocasiones le invade una verborrea algo inaguantable. Mejor hubiera estado totalmente mudo, como Keaton como Lloyd. Como Charles Chaplin.
Aquellos eran rostros que presentaban la expresividad como nadie, después la historia del cine trajo a los genios del expresionismo alemán o el cine social soviético, cercanos a este Hotel Budapest. Pero desdibujado, enloquecido en el onirismo del cine de Wes Anderson, que te deja con la boca abierta por momentos gracias a su cámara invasiva. Los ojos se pierden entre tanto movimiento y diseño artístico, viajando desde trenes incompletos de narración atrayente, con personajes que se mueven hacia ningún lado. Pero atractivo como sus rostros. Como un fuerte trago de vodka que te deja ligeramente mareado, entre bosques helados y eslavos, en las laderas de la montaña del hotel Budapest, cerca de la frontera de Bielorrusia y Polonia. Localizaciones exóticas y lujosas por la Żubrówka Film Commission, tierra del bisonte europeo y refugios de cazadores y zares.
Quizás no sea para tanto, podamos deslizarnos por un film con gracia pero sin el genio de los grandes, comparemos con aquellas historias y califiquemos en su justa medida.
Pura nostalgia, sin la fuerza de los clásicos.
* Interesante *