“La tabernera del puerto” sin coro en su estreno: una función entre la protesta y la incertidumbre

“La tabernera del puerto” sin coro en su estreno: una función entre la protesta y la incertidumbre

La clausura de la temporada 2024-2025 en el Teatro de la Zarzuela estaba llamada a ser una celebración del repertorio lírico español, con el regreso de “La tabernera del puerto”, obra emblemática de Pablo Sorozábal, con libreto de Federico Romero y Guillermo Fernández-Shaw, basada en un “Romancillo marinero” del propio Romero. Sin embargo, la velada del miércoles se vio ensombrecida por una serie de acontecimientos extramusicales que marcaron de forma indeleble el desarrollo de la representación y su recepción pública.

La tensión comenzó a gestarse días antes, cuando el Coro Titular del Teatro de La Zarzuela anunció su intención de convocar una huelga coincidiendo con el estreno, ante la falta de respuesta por parte del INAEM –organismo encargado de la gestión del teatro– a sus reivindicaciones laborales. La decisión se hizo oficial tras una reunión infructuosa el martes, y el miércoles, desde las 18:30 hasta las 20:30 horas, el colectivo se concentró frente a las puertas del teatro para visibilizar su protesta. Esto dejó en vilo la posibilidad de llevar a cabo el estreno.

Finalmente, una hora antes del inicio, la dirección del teatro comunicó a la prensa que se mantenía la representación, aunque sin la participación del coro –decisión que no parece la más adecuada, según se vio durante la función–. Ya con el público en sus asientos, Isamay Benavente, directora artística del coliseo madrileño, compareció en el escenario para leer un comunicado oficial, donde informaba de esta decisión excepcional y ofrecía a los asistentes la posibilidad de solicitar el reembolso de sus entradas. Algunos espectadores abandonaron la sala. Otros permanecieron con expectación contenida. Hubo aplausos, también algún abucheo, y un ambiente general de desconcierto que, inevitablemente, pesó sobre la velada.

El desbarajuste culminó al final de la función, cuando el coro –en huelga durante toda la representación– subió al escenario para saludar junto al resto del elenco. El público respondió con un prolongado abucheo (lamentable), reflejo de la incomprensión y el malestar acumulado durante toda la noche. La imagen fue simbólicamente contradictoria: un coro que no había cantado, saludando en silencio –como si nada hubiera pasado– ante un público dividido, en una noche marcada por la falta de comunicación y la fragilidad institucional.

Una historia de pasiones y secretos frente al mar

La zarzuela, estrenada por primera vez en Barcelona en mayo de 1936, narra una historia ambientada en un pueblo marinero ficticio, Cantabreda, donde Marola, una mujer enigmática y de pasado oculto, regenta una taberna que se convierte en el epicentro de las tensiones sociales, los rumores del vecindario y los conflictos personales. Su presencia desata las sospechas y el rechazo del pueblo, que proyecta sobre ella todo tipo de prejuicios morales. A pesar de la hostilidad general, Marola despierta el amor sincero de Leandro, un joven marinero, lo que intensifica el conflicto y los juicios sociales. En la sombra actúa Juan de Eguía, padre de Marola y figura enigmática que oculta secretos clave sobre la verdadera identidad y la historia de su hija. El argumento avanza entre pasiones contenidas, tensiones colectivas y revelaciones dramáticas, y culmina con una súplica de perdón en la que los personajes se enfrentan a la verdad y al coste de sus actos. 

La decisión de representar una zarzuela tan coral sin coro fue, sin duda, comprometida. La estructura dramática de “La tabernera del puerto” exige la presencia de una comunidad activa y sonora: el pueblo es protagonista, no mero decorado. En los momentos donde debía intervenir el coro, lo único que apareció fue el texto proyectado sobre el escenario, mientras los cantantes y figurantes resolvían las escenas mediante recursos gestuales y silencios que, por muy bien ejecutados que estuvieran, no lograban suplir el peso musical de la partitura original.

Este vacío se hizo especialmente notorio en escenas como la del juicio popular contra Marola, en la que la intervención coral representa no solo la acción dramática, sino la presión psicológica del colectivo sobre el individuo. Sin esas voces, el clima se volvió difuso y escénicamente limitado. Antigua y Marola cantaron sus partes, pero todo lo demás fue una pantomima, una representación incompleta. 

Una dirección escénica de gran sensibilidad

El trabajo de dirección escénica de Mario Gas aportó solidez y emotividad a una noche convulsa. Gas, que mantiene una relación personal y artística con la obra desde la infancia –su padre, el bajo Manuel Gas, estrenó el papel de Simpson en el Teatro de la Zarzuela de Madrid en 1940–, plantea una escenografía sobria y poética. El decorado, que alterna entre el interior y el exterior de la taberna, incorpora arena y agua en el suelo del comienzo del escenario, generando un ambiente que sitúa visualmente la acción en un espacio portuario, simbólico y real a la vez.

Las sombras del agua que se reflejan en las paredes durante toda la función refuerzan esta atmósfera marítima, y la videoescena de Álvaro Luna brilla especialmente en el tercer acto, cuando una tormenta marina dramatiza el momento de mayor tensión narrativa. Es en estos instantes donde el teatro visual logra superar la ausencia sonora del coro, ofreciendo una experiencia escénica conmovedora y sugerente.

Un reparto vocal que sostiene la función

El reparto vocal fue, sin lugar a dudas, el elemento más sólido y destacado de la representación, sosteniendo con profesionalidad y entrega, en una función marcada por la ausencia coral y la tensión escénica. La soprano sevillana Leonor Bonilla, en el papel de Marola, firmó una interpretación vocal de gran refinamiento técnico y elegancia estilística. Su coloratura resultó luminosa y precisa, con agilidad en los pasajes más ornamentados y una proyección serena pero firme. Supo abordar con sensibilidad arias como “En un país de fábula”, una de las más célebres de la zarzuela, imprimiendo un fraseo musical lleno de intención y una expresividad medida, aunque algo contenida emocionalmente en los momentos más dramáticos. 

A su lado, el tenor argentino-español Marcelo Puente ofreció un Leandro convincente en lo escénico y poderoso en lo vocal, especialmente en los registros medios, donde su voz mostró firmeza y color. No obstante, en los agudos presentó cierta inestabilidad en la afinación que afectó la claridad de líneas en pasajes como “No puede ser”, romanza emblemática que, pese a su indiscutible fuerza dramática, no logró alcanzar del todo la intensidad emocional que requiere. Los dúos entre Bonilla y Puente, bien empastados técnicamente, carecieron de un punto de fervor interpretativo, de esa conexión íntima que eleva el discurso musical más allá de la correcta ejecución. Poco se parece a la emotividad que desprendía el dúo memorable de María Bayo y Plácido Domingo. 

Quien sí logró conmover al público fue el barítono español Ángel Ódena, que encarnó a Juan de Eguía con una voz de gran cuerpo, rotunda y profunda, y un dominio del lenguaje escénico cargado de verdad. Su interpretación de su aria final “No te acerques”, cargada de tensión y súplica, fue uno de los momentos más intensos de la noche, mostrando una riqueza tímbrica y un control del matiz verdaderamente conmovedores. 

Igualmente notable estuvo el bajo Rubén Amoretti en el papel de Simpson, con su habitual impecabilidad técnica, voz bien proyectada, y una presencia escénica elegante y serena que completó con solidez el reparto principal.

En los papeles secundarios, Ruth González dio vida a Abel con frescura, musicalidad y una presencia escénica convincente, aportando equilibrio al conjunto. Pep Molina (Chinchorro) y Vicky Peña (Antigua) ofrecieron una interpretación magnífica como pareja de taberneros, componiendo un dúo cómico y entrañable que, pese a los matices etílicos de sus personajes, nunca cayó en la caricatura. Su química escénica y su control del ritmo teatral sirvieron para mantener la tensión dramática. Por su parte, Ángel Ruiz, como Ripalda, volvió a demostrar su habitual solvencia escénica y musical, aportando su presencia siempre rigurosa y carismática. En conjunto, el elenco supo salvar una velada comprometida, defendiendo con profesionalismo y compromiso artístico una función que, sin su calidad vocal, habría resultado aún más quebradiza.

La batuta de José Miguel Pérez-Sierra se mantuvo firme, aunque algo contenida. La orquesta sonó con claridad y equilibrio, pero sin llegar a desplegar el dramatismo lírico que la partitura de Sorozábal demanda. La falta del coro, la tensión del ambiente y la fragilidad del marco escénico sin duda influyeron. Fue una dirección correcta, cuidada, pero incapaz de levantar el vuelo emocional de una obra que, en condiciones normales, arrebata al espectador por su intensidad sonora y expresiva.

El estreno de “La tabernera del puerto” quedará, sin duda, en la memoria del Teatro de la Zarzuela como una velada convulsa y profundamente desigual. Hubo excelencia artística en varios frentes, pero también decisiones difíciles, silencios elocuentes y heridas abiertas.

@estaciondecult

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