“Eugenio Oneguin” en el Teatro Real: entre lo sublime y lo controvertido

“Eugenio Oneguin” en el Teatro Real: entre lo sublime y lo controvertido

El Teatro Real de Madrid ha abierto sus puertas nuevamente a una de las grandes joyas del repertorio operístico: “Eugenio Oneguin”, la emblemática ópera de Chaikovski. Después de casi quince años de ausencia, esta producción ha vuelto al escenario de la capital española, en una coproducción con la Den Norske Opera & Ballett de Oslo y el Gran Teatre del Liceu de Barcelona. Además, este regreso coincide con la conmemoración del 225 aniversario del nacimiento de Alexander Pushkin, cuya novela homónima inspiró la obra.

La ópera de Chaikovski, estrenada en 1879, explora los devastadores efectos del amor no correspondido, la fatalidad del destino y la lucha interna de los personajes, atrapados entre sus emociones y sus decisiones. Decir que “Eugenio Oneguin” es solo una historia de amor no correspondido es reducirla a una dimensión que no le hace justicia. La ópera traza un paisaje emocional de profundos anhelos, decisiones precipitadas y las consecuencias de los impulsos humanos. Tatiana, una joven que se atreve a escribir una apasionada carta de amor al distante Oneguin, es rechazada fría pero cortésmente. El tiempo y el destino los volverán a cruzar, pero ya es demasiado tarde para ambos. Entre medias, la trágica figura de Lenski, el mejor amigo de Oneguin, sucumbe a un duelo innecesario, dejando un rastro de culpa y soledad. A través de sus personajes, Chaikovski ofrece una reflexión sobre la fugacidad de la juventud, el dolor de las pasiones no correspondidas y la irreversible ruptura entre lo que se desea y lo que se obtiene.

La visión escénica de Christof Loy: entre la reflexión y el desconcierto

Esta nueva interpretación escénica del aclamado director de escena alemán Christof Loy prometía, como es habitual en su estilo, un hondo análisis de la psicología de los personajes inspirado por la capacidad del alemán para explorar los rincones más oscuros de sus emociones. Loy domina la psique humana como pocos en la escena. Y aunque ciertamente hubo destellos de esa inteligencia narrativa, también se dejaron entrever fisuras en su cohesión. La escenografía se divide en dos partes que contrastan entre sí: la primera, un espacio doméstico que representa la juventud y la ingenuidad de Tatiana, y la segunda, un cubículo blanco y asfixiante que simboliza la frialdad y la alienación emocional de la madurez, tras los hechos fatales ya sucedidos. 

La apertura de la ópera presentaba un salón de una casa, con muebles austeros y el servicio doméstico perpetuamente envuelto en juegos de seducción y tocamientos. Aunque esta atmósfera buscaba subrayar las tensiones subyacentes de una sociedad reprimida, los excesos en estas interacciones desviaban la atención del drama principal. Especialmente desconcertante fue la inclusión de un personaje vestido como un payaso, al estilo del Joker, en la fiesta de celebración de fin de año. Aunque el tenor sevillano Juan Sancho interpretó con solidez el papel de Monsieur Triquet en esta escena, el efecto general resultó incongruente.

En la segunda parte, Loy ofrecía momentos impactantes, como el duelo entre Lenski y Oneguin. La escenografía, con un fondo blanco inmaculado que contrastaba con la sangre y la ropa oscura de los personajes, capturó magistralmente la tragedia y el dolor inherentes a esta escena. Sin embargo, el tratamiento del duelo dejó entrever una ambigüedad que podría interpretarse como una ayuda de Lenski para que Oneguin lo matara, sugiriendo una suerte de suicidio que no se encuentra en el libreto original. Otra de las modernas invenciones que nos acechan. 

Hubo en esta parte reacciones encontradas. Una escena de bailes eróticos y violencia sexual generó abucheos entre el público. Si bien es evidente que Loy pretendía explorar la toxicidad, la dependencia y la violencia inherentes a ciertas relaciones, el contexto y el momento elegido no fueron los más acertados. Más adelante, una coreografía en la que los personajes entraban y salían casi bailando por la puerta de manera casi sarcástica, atormentando a Oneguin, generó más confusión que dramatismo.

En contraste, hubo instantes de gran belleza visual y dramática. La escena final entre Tatiana y Oneguin fue un ejemplo de ello. La sobriedad de la escenografía, con su cubículo blanco y el vestido rojo de Tatiana como único elemento de color vibrante, creó una estampa de una potencia emocional innegable. Las voces entrelazadas de los protagonistas llenaron el espacio con una mezcla de pasión y desesperación, alcanzando uno de los momentos más sublimes de la velada. Christof Loy sabe lo que hace, todo está medido al detalle, y sus puestas son de gran inteligencia, sin embargo, esta vez quizás no midió demasiado los ritmos de la ópera. 

250124 onegin 3782

Lo mejor de la noche: el reparto 

El reparto vocal fue, sin duda, uno de los puntos fuertes de esta producción. La soprano rusa Kristina Mkhitaryan (Tatiana) deslumbró con una interpretación cargada de sensibilidad y fuerza. Su aria de la carta, uno de los pasajes más esperados, arrancó largas ovaciones, y con razón: su control técnico en los agudos, su fraseo siempre expresivo y su capacidad para transmitir la vulnerabilidad del personaje fueron extraordinarios.

El tenor ucraniano Bogdan Volkov (Lenski) comenzó con cierta timidez, quizá debido a los nervios del estreno, pero pronto encontró su ritmo. Su interpretación de “Kudá, kudá” fue uno de los momentos más aplaudidos, logrando captar la melancolía y la desesperanza de su personaje con una voz clara y emotiva. Un gran descubrimiento. 

Por su parte, el barítono ucraniano Iurii Samoilov demostró estar más que capacitado para asumir el desafío de interpretar a Oneguin. Especialmente en el acto final, su interacción con Mkhitaryan alcanzó cotas de gran belleza musical y dramática, consolidándolo como un Oneguin memorable. Su capacidad de transmitir, no solo con el canto, sino también de manera artística y dramática, le hizo ganarse el público. El bajo ruso Maxim Kuzmin-Karavaev también brilló en su papel como el príncipe Gremin, aportando una voz elegante y una presencia imponente. La mezzosoprano rusa Victoria Karkacheva (Olga) fue probablemente el eslabón más débil del reparto. Aunque su actuación estuvo correcta, careció del carácter. Aun así, logró salir airosa gracias a una técnica vocal competente.

La música de Chaikovski, bajo la dirección de Gustavo Gimeno, se interpretó con exquisitez, aunque con un enfoque que priorizó la elegancia sobre la grandiosidad. La orquesta del Teatro Real respondió con precisión, tejiendo una atmósfera sonora –muchas veces priorizando la escena antes que la partitura– que, si bien no siempre alcanzó el nivel arrebatador que cabría esperar, acompañó eficazmente las complejidades emocionales de la obra. 

Esta es una producción que, aunque no alcanza el rango de obra maestra, ofrece suficientes momentos de lucidez y belleza para justificar su visionado. Las interpretaciones vocales, especialmente las de Kristina Mkhitaryan, Bogdan Volkov y Iurii Samoilov, son su principal fortaleza. La puesta en escena de Christof Loy, aunque con destellos de genialidad, también adolece de inconsistencias que afectan a la cohesión del conjunto. Sin embargo, es un recordatorio oportuno del poder atemporal de la música y la literatura, independientemente de las convulsiones políticas del presente. Chaikovski, al fin y al cabo, nos pertenece a todos.

@estaciondecult

onegin 6195 1

Publish the Menu module to "offcanvas" position. Here you can publish other modules as well.
Learn More.