El minimalismo de la “Turandot” de Robert Wilson vuelve al Teatro Real

El minimalismo de la “Turandot” de Robert Wilson vuelve al Teatro Real

@estaciondecult | Foto: Javier del Real

Puccini murió antes de poder terminar su última ópera, “Turandot”. Cuando se estrenó en La Scala en 1926, contó con la ayuda de su colega compositor Franco Alfano, que la completó a partir de los bocetos de Puccini. Junto a sus otros éxitos –la vivaz “Tosca”, la romántica “La Bohème” y la terrenal y exótica “Madama Butterfly”–, “Turandot” habla sin duda de la trayectoria estilística de Puccini, o al menos de la nueva dirección que esperaba tomar. La partitura se revela áspera y distante; empuja a sus cantantes a extremos vocales implacables y emocionantes, el tipo de canto que podría provenir de la más alta realeza realeza, o de hombres arrogantes que se juegan la vida.

Y en manos del director de escena estadounidense Robert Wilson, “Turandot” parece casi futurista. En su producción los personajes se encuentran con su propia afinidad por el vodevil y los rostros barrocos de “la commedia dell'arte”. Visualmente, esta “Turandot” es minimalista, atrayendo la mirada del público hacia ángulos agudos, destellos de colores saturados y, sobre todo, hacia los rostros enmascarados de los cantantes en escena. Cada vez parece que “Turandot” se tiene que asemejar más a una película que a una ópera porque si no, no vale.  Escribo esto último pues la representación de Wilson es casi como una más de la saga de “Star Wars”. Como aquella producción futurista de Franc Aleu, que inauguraba la temporada 2019/2020 del Liceu. Parece ser que esta visión de la princesa prevalece en los últimos años. 

La ópera comienza en China y con Turandot en un balcón. Pero este balcón no es el tipo de espacio ornamental elevado que asociamos con la realeza. Resplandeciente de rojo, la princesa gélida se alza sobre un elegante tablón oscuro, casi flotando sobre los demás personajes, algunos bañados en azul claro, otros en silueta. Sus movimientos a lo largo del espectáculo serán sin duda medidos. Además de su distintiva sensibilidad visual, Wilson es conocido por su singular enfoque del movimiento. Sus personajes a menudo parecen ir a cuestas en lugar de caminar, como a cámara lenta. 

Mucho se le criticó la puesta en escena en 2018 cuando la presentó en el Teatro Real –esta temporada se cierra con la misma–. Sin embargo, no se puede decir que sea un intento fallido. También tiene su provecho. La iluminación es magnífica, los movimientos, aunque algo lentos, también se mimetizan con el hábitat y el color rojo intenso de Turandot sobreponiéndose al blanco y azul de los demás personajes, le da una fuerza que de alguna manera emociona. Guste menos o más, hay una inteligencia de fondo en el diseño de Wilson: ciertamente crea un mundo propio. Es un entorno intangible, que separa claramente a la realeza de todos los demás. Turandot es el centro de todo, ataviada con una brillante mancha roja que la distingue. 

Junto con la experiencia visual del público, y bajo la ingeniosa dirección del maestro Nicola Luisotti, la orquesta también evocó la arquitectura y la monarquía y la frialdad endogámica. El primer reparto estuvo a la altura; no obstante, se podría exigir algo más de cantantes de tan alto nivel. El canto, durante toda la función y en la esperada “Nessum dorma”, del tenor Jorge de León (el príncipe Calaf) fue limitado, algo forzado, quizás también porque el público siempre tiene puesta una gran expectativa en este personaje al tener la responsabilidad de cantar el aria más célebre en la historia del género lírico y eso supone algo más de presión. 

La soprano Anna Pirozzi estuvo magnética, como si se mimetizara con la princesa Turandot. Una voz potente y perfilada y una presencia en el escenario imperiosa que no revela ninguna debilidad hasta la escena final, cuando el magistral Calaf insiste en besar la princesa del hielo y de esta manera fundir su corazón con el fuego del amor. “¡Luz del mundo y amor!” son los últimos versos. Una sorpresa muy grata con la soprano Salome Jicia (Liù) quien sustituyó a Nadine Sierra. Su brillantez vocal y dominio del dramatismo le dan una tensión emocional necesaria para interpretar la humanidad cálida de Liù, la única que cree fielmente en el amor desde un principio, suicidándose así para proteger a Calaf. Es la antítesis de Turandot que posee un corazón frío e inconmovible hasta el final del tercer acto. Los tres ministros –mimos en este caso– del emperador, el barítono Germán Olvera (Ping) y los tenores Moisés Marín (Pang) y Mikeldi Atxalandabaso (Pong) fueron esplendidos en su canto, quizás con algo de sobreactuación innecesaria.

En definitiva, es un buen cierre de temporada. El Teatro Real cada vez demuestra –por supuesto, con sus más y sus menos– que está a la altura de las grandes óperas europeas. Más y mejor en septiembre, con la inauguración de temporada con “Medea” de Cherubini. Y es que lo maravilloso de terminar con Puccini es eso: uno puede ver sus óperas múltiples veces y siempre salir emocionado. Es esa fuerza sentimental que posee, aunque sea verdad que “Turandot” no se adscriba al estilo propiamente pucciano. 

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