“Los montes antiguos”, una afortunada sorpresa de Enrique Andrés Ruiz 

“Los montes antiguos”, una afortunada sorpresa de Enrique Andrés Ruiz 

Las trayectorias literarias de los escritores se desarrollan, a veces, por los caminos más insospechados. Y muy poco convencionales son los que ha transitado Enrique Andrés Ruiz (Soria, 1961), que durante años ha demostrado unas inmejorables dotes como crítico de arte y como ensayista –“Santa Lucía y los bueyes” (Ed. Pre-Textos, 2007) y “La Carroña” (Ed. Pre-Textos, 2017) son dos estupendos y sugerentes libros.

Más tarde apareció la faceta de asesor editorial (no se pierdan el Eça de Queiros de “Las minas de Salomón” que acaban de sacar en la editorial La Umbría y La Solana). Pero, como de tapadillo, iba construyendo en paralelo una voz poética que está resultando ser, quizá, más orgánica; con obras deslumbrantes como “Los verdaderos domingos de la vida” (Ed. Pre-Textos, 2017). Y es posible, solo el tiempo lo dirá, que esté sucediendo lo mismo con su singular pulso narrativo. 


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A todo ello debe sumarse otra particularidad que tiene que ver con su intimidad y en la que entramos, por decirlo así, de puntillas: la de ser un “autor de la reescritura”. No hay muchos ejemplos de escritores que manifiesten tanto sus dudas, sus vueltas y revueltas, como éste. Y desde luego que es difícil encontrar textos a los que sienten tan bien las mismas. Quizá el mejor ejemplo del rehacer se encuentre en el libro del que ahora se habla, “Los montes antiguos” (Ed. Periférica, 2021), que en realidad es la segunda y afortunada versión de “Los montes antiguos, los collados eternos” (Ed. Encuentro, 2011). En ésta última ha desaparecido casi un tercio del libro original y al lector le llega un texto mucho más cristalino, más trasparente en sus intenciones. 

No es sencillo describir cómo es esta novela de Enrique Andrés Ruiz por la sencilla razón de que en su globalidad no se parece a nada ni a nadie. Ni siquiera es claro el calificativo de “novela”, pero eso importa poco. La obra se divide en cinco partes en donde aparecen historias cuyo centro es Soria, la ciudad, los alrededores y el monte Valonsadero, de manera muy primordial. Historias de siega, de sequías y de lluvias, de campos afectados por expropiaciones, de familias que se trasladan a esas tierras a vivir. Aunque no seamos gente de campo, muchos hemos tenido nuestra experiencia. Y hemos vivido los ritmos que se describen en esas páginas: la siembra, los pozos, la recogida; segar en primavera, quemar con orden. Observar la irregular regularidad de las estaciones. La preocupación por la sequía, por el agua, que no llega o que desborda. Recordar las fuentes que se secaron hace años… 

Son relatos cuyos personajes a veces se cruzan, pero que no transcurren hacia un final que ofrezca un sentido unificado; están narradas por una primera persona que resulta ser una presencia enigmática, de la que apenas sabemos qué piensa o quién es. A veces el paisaje es un personaje, una presencia agobiante, kafkiana, que te encima y de la que no se puede escapar, como el calor pegajoso de algunos relatos de Kipling. Y, aunque las ramificaciones de las diferentes historias lleguen hasta hoy, su epicentro se encuentra medio siglo atrás. De alguna manera se muestra una continuidad histórica en Soria desde los años de la alta Edad Media hasta mediados del siglo XX. Continuidad que, quizá, aparece como cortada en la actualidad. Pero no encontramos en estas páginas ese sentimiento que asociamos a la nostalgia o, si lo tiene, está muy contenido. No hay una constatación de que todo vaya mal. Solo percibimos el paso del tiempo, como un hecho. 

¿Qué encontramos, entonces, en “Los montes antiguos”? Lo que ahí se describe minuciosamente es un carácter, es una sensibilidad afinada, pero no sensiblera. Podría decirse que Soria es lo de menos, que lo “de más” es esa “contemplatio mundi”. Y sin embargo andaríamos muy errados si lo dijéramos porque en la sensibilidad propia de Enrique Andrés, la vivencia concreta en un lugar y en un tiempo es constitutiva de la identidad. Él es esa Soria que se nos muestra. Y al hablar de Soria, nos enseña cómo es él. Por esta razón “Los montes antiguos” resulta ser una obra magnética. La prosa es abigarrada, de muy largo aliento y, curiosamente, no se lee con la sensación de una complejidad. Este autor es, por decirlo así, “naturalmente complicado”. Tiene una forma de narrar -en esto es azoriniano- a través de las descripciones: muchas de ellas son maravillosas; son prolijas a veces, pero tan reales y ajustadas que resultan embriagadoras. Los personajes aparecen rodeados de una piedad hacia ellos que, a la vez, no se demuestra. Son queridos por el narrador desde una enigmática frialdad. El resultado es impresionante. Es, decíamos, un carácter.

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