Pedro Sánchez acumula escándalos como quien colecciona cromos, y aun así, sigue en La Moncloa como si nada. No dimite, no se inmuta, no da explicaciones. El Presidente del Gobierno ha sobrevivido a episodios que habrían hecho caer a cualquier dirigente en cualquier democracia de nuestro entorno. Aquí, no solo no dimite: se envalentona, se hace el mártir y, por si fuera poco, amenaza con volver aún más fuerte.
Conviene recordar cómo empezó todo. En 2014, Sánchez se hizo con la Secretaría General del PSOE como un outsider, con el respaldo de las bases frente al aparato. Tras una etapa convulsa y su sonada dimisión en 2016 —cuando intentó imponer una votación con una urna escondida tras una mampara—, fue expulsado del poder por sus propios compañeros. Pero volvió en 2017, esta vez como símbolo de La Resistencia, montado en un Peugeot 407 y una narrativa victimista. Ganó las primarias y, desde entonces, el partido se convirtió en un instrumento a su servicio.
En 2018 alcanzó el poder por la puerta trasera: una moción de censura apoyada por una amalgama de nacionalistas, populistas y separatistas, todos unidos por el deseo de echar a Rajoy. Lo demás es historia: pactos con quienes no creen en España, cesiones permanentes al chantaje, y un PSOE irreconocible, más cercano a ERC y Bildu que a sus propias siglas.
Tenemos un caso de amnistía a medida para sus socios separatistas. Una rendición política, jurídica y moral que ni siquiera disimula. Lo hace con la sonrisa en la cara, convencido de que la memoria del ciudadano se borra con el siguiente BOE. ¿Reacción del PSOE? Aplaudir con las orejas. ¿Reacción de los medios afines? Silencio sepulcral. ¿Y los sindicatos? Ni media pancarta.
Luego vino el escándalo del “Delcygate”, con ministros reunidos a medianoche con altos cargos de un régimen autoritario. Y no, no fue un chisme de bar. Lo confirmó un juzgado, lo documentaron cámaras, lo publicó toda la prensa. ¿Consecuencias? Cero. Sánchez lo sabía y calló. Y aún así, ahí sigue.
Después estalló el caso Pegasus. Supimos que su móvil fue espiado y, curiosamente, el giro diplomático con Marruecos se produjo poco después. Regaló el Sáhara, traicionó décadas de política exterior española y generó una crisis con Argelia que aún pagamos en forma de gas. Pero, otra vez, nadie dimitió. Ni una disculpa. Ni un “lo sentimos”.
La cosa no quedó ahí. Apareció el “caso Koldo”, con contratos sospechosos, comisiones, mascarillas y maletines. Por el camino, salpicados exministros, asesores, cargos públicos. En el epicentro, el empresario Víctor de Aldama, supuesto comisionista y financiador en la sombra de operaciones millonarias bajo el paraguas del PSOE, con conexiones que llegan hasta lo más alto. ¿Investigación? Sí. ¿Consecuencias políticas? Ninguna.
Y cuando creíamos haberlo visto todo, salta el nombre de su esposa, Begoña Gómez, bajo investigación judicial. Luego su hermano, también investigado. Luego, Leire Díez buscando cloacas y expedientes policiales como quien busca recetas en Google.
Mientras tanto, Pedro Sánchez rehusa responder a los periodistas en la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros, justo cuando el escándalo de Leire Díez ha dado un giro aún más escandaloso: la exasesora del Gobierno aparece presuntamente implicada en una operación de recopilación de información contra fiscales y miembros de la Guardia Civil. ¿La respuesta del Gobierno? Ninguna. ¿Del presidente? Silencio, sonrisa, y fin de la comparecencia.
El PSOE se ha convertido en un lodazal de sospechas, tramas y favores. Y Pedro Sánchez, en lugar de asumir responsabilidades, lanza cartas dramáticas, se encierra cinco días y regresa con ramos de flores y sesiones de fotos, como si hubiera salvado él solo la democracia de un golpe de Estado imaginario.
¿Dónde están los sindicatos? ¿Dónde la indignación de los que dicen defender los derechos y la justicia? Cuando un agricultor protesta, lo señalan de ultraderechista. Cuando una comunidad baja impuestos, le acusan de insolidaria. Pero cuando el poder se pudre en la cima, todos callan. No hay protestas, ni concentraciones, ni huelgas. Solo un silencio cómplice que apesta a servidumbre subvencionada.
Y lo más grave: el Gobierno cuenta con un sistema mediático que no fiscaliza, sino que encubre. RTVE a la cabeza, convertida en terminal propagandística que silencia la realidad y la retuerce según convenga al guion. A su sombra, toda una red de medios, opinadores y "expertos" que blanquean lo inaceptable, siembran bulos contra la oposición y moldean el relato al gusto del poder. No informan: adoctrinan.
España no puede seguir funcionando como si nada mientras su presidente está rodeado de causas judiciales, de sospechas de espionaje, de cesiones inadmisibles a enemigos del Estado, y de un uso descarado del poder para su beneficio personal. Si todo esto no basta para una dimisión, ¿qué más hace falta? ¿Un auto judicial con su nombre y apellidos? ¿Una condena? ¿Un escándalo retransmitido en directo?
Sánchez no dimitirá porque sabe que el sistema entero ha aprendido a sostenerlo. Porque no hay contrapoder que no esté anestesiado, ni institución que no tema su dedo. Porque, en definitiva, se ha convencido de que es intocable. Y quizá lo sea. Pero no porque no haya motivos para marcharse, sino porque hemos normalizado lo inaceptable.
Y eso, en democracia, es lo más peligroso de todo.