Ante las malas noticias que le llegan al PSOE sobre una significativa deserción del voto feminista a un partido de puteros ilustres, en La Moncloa han pensado que lo mejor es organizar cursillos de formación para que las mujeres sepan plantar cara a los acosadores y recuperar la fallida iniciativa legislativa con la que hace tres años el Gobierno de Pedro Sánchez quiso llevar al BOE la abolición de la prostitución.
Con castigos ejemplares para los millones de puteros anónimos, puteros que han puesto a España a la cabeza del consumo de prostitución en Europa.
Lo uno lleva a lo otro. Pero lo uno tiene difícil arreglo. Me refiero al hecho de prohibir por ley el ejercicio de la profesión más vieja del mundo. Si hablamos de regulación, nos entenderemos. Si hablamos de abolición toparemos con el dogma feminista que desarbola la presunta coherencia del PSOE en defensa de la mujer. Es el primer mandamiento del feminismo de izquierdas: la mujer es dueña de su cuerpo. Ergo, soberana para declararlo de acceso restringido. Ninguna otra persona o institución tiene el derecho a meterse entre sus piernas sin su libre consentimiento.
Ahí late también otro dogma feminista: el consentimiento, como razón legitimadora de una relación sexual hombre-mujer. Sin consentimiento da igual que el encuentro sea en una sauna-prostíbulo o en las oscuridades de una verbena. Y si aterrizamos en el aquí y ahora, constatamos que ninguna de las incentivadas "novias" de Ábalos (presuntamente con dinero público, y eso es lo reprobable) se quejó de haberse encamado contra su voluntad, que siempre estuvo debidamente concertada.
¿Y qué dicen las profesionales del sexo? Son cada vez más reivindicativas y menos sensibles al feminismo de frases enlatadas. El abolicionismo las dejaría fuera de la ley y las condenaría a la precariedad laboral. A estos efectos, son más de fiar que los Gobiernos e incluso que los representantes del pueblo soberano. Personalmente considero más creíbles a las propias trabajadoras, tal y como las vio Manu Chau en una bella, solidaria y descriptiva canción ("Me llaman calle").
Al respecto me quedo con una reciente declaración de Carolina Yuste, gran actriz del cine español. Dice: "Debemos abrir el gran debate de por qué ser puta es denigrante". Al tiempo se pregunta por qué el estigma recae en las prostitutas y no en los millones de puteros anónimos de un país como España, campeón de Europa en consumo de prostitución.
La voluntad derogatoria no está generalizada. En la izquierda sigue el debate (¿prohibir o regular?) que cerró su paso al BOE en 2022. La entonces ministra de Igualdad, Irene Montero, no estaba por la prohibición sin más, sino por la "autonomía económica" de las prostitutas y una educación sexual que desactive la demanda sin sancionar a los consumidores. Me parece más entrado en razón.