Como quien salda una deuda ineludible, el escritor francovenezolano Miguel Bonnefoy (París, 1986) ha dado a la luz la novela “El sueño del jaguar” (Libros del Asteroide, 2025) en donde recoge, con amplias dosis de invención, la rocambolesca historia de sus abuelos y padres y, con ella y como sin querer, la de todo el siglo XX de Venezuela y, específicamente, de Maracaibo y su región.
De padre chileno y madre venezolana, este escritor ha vivido, entre otros países, en Portugal, Argentina, Dinamarca y Francia; formado en este último país, el mundo interior de Bonnefoy se plasma en novelas que afloran algo de sus antepasados y que vienen marcadas por un sabor mestizo de ambiente hispanoamericano: Chile en “Herencia” (2020) o el Caribe venezolano en “Azúcar negro” (2017), “El viaje de Octavio” (2015), “Jungla” (2016) y, ahora en “El sueño del jaguar”.
La narración, ganadora del Gran Premio de Novela de la Academia Francesa, retrata, en apenas 300 páginas, la vida de una misma familia en tres generaciones: la que se inicia con el origen incierto de su protagonista, Antonio Borjas Romero (quien “al tercer día de su vida, fue abandonado en los escalones de una iglesia, en una calle que hoy lleva su nombre”) y concluye con la del nieto de este, un alter ego de Bonnefoy, que en la novela ha nacido en París aunque acaba asentándose de nuevo en El País tropical, ya en los primeros albores del chavismo.
El autor cambia el paso narrativo a cada momento de forma que la lectura se convierte en el salto de un suceso a otro, de un ambiente a otro. El texto impone un ritmo trepidante de sucesos inverosímiles pero que, por el embrujo del carácter caribeño, se perciben como posibles: un bebé criado por una pordiosera, el adolescente camarero de burdel que encuentra a su padre... Y, a la vez, esos mismos protagonistas tienen vidas de auténticos prohombres de la nación: la primera mujer médico de Venezuela, un cirujano ilustre y constructor de una universidad... Lo particular es cómo Bonnefoy logra introducirnos en un clima donde lo sorprendente parece una posibilidad más de lo real, donde hasta la muerte sigue otros criterios a los de la más pura lógica. El autor crea un mundo en el que no nos importaría vivir.
En la tradición de García Márquez o Carpentier, la novela está escrita en un lenguaje exuberante, ardiente, sensorial. Y es razón por tanto merecer la estupenda traducción de Regina López Muñoz. Bonnefoy, que habla español, parece haber trasladado al francés el brillo selvático de la prosa hispanoamericana del realismo mágico. Y la traductora, en un acto de ida y vuelta idiomático, lo ha vuelto a traer a sus raíces. Hasta en esto, la traducción rinde homenaje a la novela y supone una “vuelta al padre”.
En esa misma tradición, los caracteres de los personajes se desinflan. No se podría decir cómo era Antonio Borjas Romero, a qué le tenía miedo, qué significaba para él vivir. Son seres que siguen una pulsión, un fatum de la naturaleza. Esto mismo no sería propiamente un demérito cuanto un rasgo definitorio de todo un pueblo o, al menos, de una manera de ser. En efecto, con las hechuras de la novela clásica, Bonnefoy logra que lo presentado como atrezzo de la historia adquiera naturalmente las dimensiones de una categoría: la naturaleza embriagante y desmesurada, la simbiosis de cultura europea con rasgos indígenas y africanos... hasta los mismos hitos históricos presentados como bambalinas de la narración. Nada de eso resta fuerza a la historia de la saga familiar, pero todo conduce a explicarla.
Con “El sueño del jaguar” el joven autor consolida una carrera de solidez en la que ya se ocultan los trucajes de la novela para ofrecerse con la frescura de los primeros tiempos del boom hispanoamericano. Y desde luego es una buena noticia.