“La Edad de Tiza”, un retrato de la mala educación

“La Edad de Tiza”, un retrato de la mala educación

En la raya de los siglos XIX y XX, Dionisio Pérez, gastrónomo, mediano escritor y gran periodista -ganó el primer premio Mariano de Cavia- escribió la novela “Jesús (memorias de un jesuita novicio)”.

Ya desde el comienzo, mostraba sus cartas: “Toda mi infancia, sin amor, sin alegrías, en tropel de recuerdos dolorosos, desfila en mi memoria y en mi corazón al escribir este libro. Contemplo tantos días dedicados al exterminio de mi voluntad naciente, al desarrollo de una prematura sensualidad (...), al aprendizaje del disimulo como norma de conducta... ¡y lloro!”. Era una más del tropel de novelitas que entonces se denominaban “anticlericales” y que han quedado como una nota a pie de página de nuestra literatura. Ahí encontramos, entre vaharadas de odio africano hacia cierta educación católica -en el fondo hacia toda ella-, un nervio doloroso de verdad: técnicas de control de conciencias, de imposición de normas, de anulación de voluntades y, todo ello, con un tufillo de superioridad moral por parte de los dirigentes católicos.

Enfrente, unos años antes el padre Coloma había descrito en “Pequeñeces” o en “La Gorriona” modos de hacer de la juventud noble o altoburguesa. Eran textos de calidad. “Pequeñeces”, por ejemplo, comenzaba con una memorable escena en las aulas del colegio de jesuitas de Madrid. En esas páginas, los que hacían burla de la “enseñanza cristiana y varonil” se acababan despeñando en esta vida: los desvíos morales parecían naderías (pequeñeces) pero, al final, acababan siendo ruedas de molino. Era una literatura apologética.

Recordaba estos extremos al leer “La Edad de Tiza” (Alfaguara, 2022) el fantástico y prometedor debut literario de Álvaro Ceballos (Madrid, 1977). Ya conocíamos a Ceballos -y a su hermano Ignacio, por cierto- en su vertiente de sólidos hispanistas, el primero en la universidad de Lieja y el otro en la universidad Camilo José Cela, en Madrid.

En “La Edad de Tiza” un desnortado protagonista regresa, cerca de los 30 años, a vivir a la casa familiar y recuerda los hitos centrales de su educación fuertemente católica en un colegio madrileño, en las faldas del barrio de Moratalaz. La novela se construye en torno a la investigación que hacen el protagonista y su grupo de amigos a propósito de una cinta de vídeo desaparecida.

Ahí aparecen profesores -Donato, singularmente- y curas, el hábil don Rogelio. Sus compañeros de clase, los juegos en el patio. Los primeros pitillos, los titubeos sexuales. La novela es a veces hilarante, siempre contenida -y esto es un gran logro-, con una ironía que es mitad inglesa y mitad castellana. No hay odio, pero tampoco hay piedad. Es un texto vibrante que se lee de una sentada. Si acaso aún se entreven, en algunas páginas, ciertos artificios de estudioso de la literatura, pero todo apunta a que estamos ante una muy prometedora carrera literaria.

Ciertamente una novela no es más que literatura. Pero Ceballos ha explicado en alguna entrevista -por ejemplo, aquí, en “El Confidencial”- cómo hay en ella una pretensión de verdad, un, por decirlo así, ajuste de cuentas. Y desde luego que aquellos que hemos participado de esa misma educación leemos tales páginas con el corazón encogido. Porque no hay ni uno solo de esos rasgos del “ajuste de cuentas” que no identifiquemos o que, incluso, no padeciéramos: la omnipresencia de cierto clero, su papel central en el desempeño de las funciones rectoras, insistencia en la castidad como núcleo de la conformación de la propia conciencia, bombardeo constante -oportuno e inoportuno- de ideología conservadora y -lo verdaderamente grave- a veces de forma irracional y, por tanto, ideológica. Desprecio sistemático de los otros.

Pero a la vez, estas novelas, como las mencionadas al principio de este texto, olvidan que nosotros mismos somos el resultado de aquella infancia. Y que en ella también aleteaba la libertad. ¿No hay nada que recuperar? ¿No hubo, entre los escombros, algo de belleza o de grandeza? El bagaje recibido en esas escuelas, a pesar de sus muchas imperfecciones, acumulaba en otros muchos aspectos, la experiencia de siglos y renunciar a ello es un modo triste de sentar las bases para no entenderse uno a sí mismo. Madurar consiste en tener la libertad de colocar todo eso en su sitio.

En la monumental biografía de Lutero que escribió García Villoslada en los años 70, se dice que habían hecho falta 4 siglos para poder acceder a una reflexión templada, que no juzgara a Lutero desde el más estricto odio o desde la más inconsciente admiración. Al terminar de leer “La Edad de Tiza” yo mismo pensaba: ¿Cuánto deberemos esperar esta vez?

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