La farsa de Sánchez continúa

Pedro Sánchez ha comparecido. Y eso, en la España de 2025, ya es noticia. Pero no se equivoquen: no ha dicho nada. Ha hecho lo que mejor sabe hacer, lo que lleva años perfeccionando: posar, victimizarse, desviar. Ha salido, no para dar explicaciones sobre la podredumbre que corroe su partido, sino para recitar otro monólogo de autocompasión, revestirse de falsa solemnidad institucional y repartir culpas.
Dice Sánchez que se someterá a una auditoría externa, como si el PSOE necesitara un contable y no un exorcista. Habla de transparencia mientras tapa con palabras huecas las cloacas que salpican a su círculo más cercano. Habla de regeneración mientras purga a los que ya no le sirven y protege a los que le deben el cargo. Ábalos defenestrado. Cerdán expulsado. Pero sin asumir ni una sola responsabilidad política. Como si los hechos sucedieran por combustión espontánea. Como si él pasara por allí.
Nada sorprende, si uno tiene memoria. El PSOE no es un partido nuevo ni regenerado. Es una organización con un historial que avergonzaría a cualquier democracia sana. Desde su fundación, ha sido un partido criminal, manchado de sangre, de corrupción, de traiciones sistemáticas a España y a sus instituciones. Un partido que fue instrumento de división, de enfrentamiento civil, de desfalco y de impostura histórica. Pedro Sánchez no es una anomalía dentro del PSOE: es su producto más coherente y su heredero más fiel. Ojalá, por una ironía providencial de la historia, sea también quien lo hunda para siempre. Quien le dé sepultura política tras más de cien años de deterioro nacional.
Sánchez ha prometido comparecer en el Congreso, voluntariamente. Como si fuera una deferencia, un acto de generosidad institucional. No es generoso: es cómplice de un sistema que él mismo ha manipulado hasta el agotamiento. Un Parlamento convertido en teatrillo, donde las mayorías se compran a base de cesiones y privilegios. Donde Bildu y ERC dictan la agenda y donde el debate se ha sustituido por el chantaje.
Y mientras tanto, el PSOE se convierte en un páramo lleno de indecencia. Un partido donde la corrupción se tolera si es útil, y se castiga solo si amenaza con romper la imagen pública. Apenas se salvan unas pocas voces socialistas, cada vez más aisladas, que han tenido la decencia de rechazar el liderazgo de Sánchez y denunciar la deriva sectaria del partido. Son la excepción, no la norma. Porque el sanchismo no deja espacio a la disidencia: la aplasta o la expulsa.
Lo de Sánchez no fue una comparecencia: fue otro número de su repertorio. Una función más, con el mismo guion de siempre. Palabras vacías, gestos ensayados y ni una sola explicación real. Porque, aunque muchos le exigen respuestas —en la calle, en los medios y en el Parlamento—, él se comporta como si no debiera darlas. Como si bastara con aparecer, hablar solo de lo que le interesa y marcharse sin despeinarse. “Son las cinco y no he comido…”, soltó con fingida aflicción, como si el verdadero drama del día fuera su estómago vacío y no la corrupción que le rodea. Y mientras tanto, la oposición que podría hacerle frente —el Partido Popular— sigue encogida, instalada en el tacticismo y la tibieza. Mientras Sánchez pacta sin rubor con herederos de ETA, separatistas y comunistas, el PP se aferra al espejismo de la autosuficiencia, como si aún pudiera gobernar en solitario. Pero la realidad es otra: sin VOX no suman. Y si no asumen que hace falta una alianza firme, sin complejos ni ambigüedades, estarán condenando a España a otro ciclo de indignidad. No se trata de afectos ni de afinidades: se trata de aritmética, de urgencia nacional y de responsabilidad. Y si ni eso les mueve, que no se llamen alternativa.
España no necesita más discursos, ni más gestos teatrales. Necesita verdad, coraje y una ruptura clara con este ciclo de degradación institucional. Cada día que pasa sin una reacción firme, sin una alternativa valiente y sin una sociedad que despierte de esta anestesia colectiva, es un día más que el sanchismo consolida su poder a costa del Esapaña.