“Attila” de Verdi en el Teatro Real: cuando la música habla por sí sola

“Attila” de Verdi en el Teatro Real: cuando la música habla por sí sola

En una época en la que muchas producciones operísticas se empeñan en deslumbrar con recursos visuales, a veces excesivos o caprichosos, no viene nada mal —al contrario, se agradece profundamente— detenerse, cerrar los ojos y dejarse arrastrar únicamente por la música.

Es lo que ocurrió anoche en el Teatro Real con la versión en concierto de Attila, el drama lírico en un prólogo y tres actos con música de Giuseppe Verdi y libreto de Temistocle Solera. Una obra poco habitual en los escenarios, pero que, cuando se presenta con el elenco adecuado y bajo la dirección justa, demuestra por qué Verdi es Verdi, incluso en sus títulos menos frecuentes.

No había escenografía, no había vestuario ni luces teatrales. Tampoco hizo falta. La música lo llenó todo. En esta ocasión, la orquesta, el podio, los atriles y las voces fueron los únicos protagonistas. Y eso fue más que suficiente. La propuesta fue, en cierto modo, una reivindicación: a veces, menos es más, y cuando el “menos” son unas cuantas de las mejores voces del panorama internacional, lo que se pierde en espectáculo visual se gana en profundidad emocional y foco musical.

Una historia de poder, traición y venganza

Attila nos sitúa en la Italia del siglo V, un territorio devastado por las incursiones del líder huno. Basada en la obra “Attila, König der Hunnen” de Zacharias Werner, la Ópera retrata al conquistador no solo como un personaje temido, sino también como un ser humano atrapado entre su voluntad imperial y las fuerzas que lo rodean: la sed de venganza de Odabella, el pragmatismo político del general romano Ezio y la fe cristiana que, finalmente, lo desestabiliza.

Es una ópera de pasiones intensas, de contrastes entre barbarie y civilización, y aunque en ocasiones su dramaturgia pueda parecer un tanto arquetípica o prematura en comparación con las grandes obras de madurez de Verdi, la partitura ya muestra esa energía visceral y ese sentido del drama musical que caracterizarán al compositor de Busseto en las décadas siguientes.

Las grandes voces en un mismo escenario

El protagonista absoluto de la noche fue el bajo-barítono estadounidense Christian Van Horn, quien encarnó a Attila con una voz poderosa, de gran resonancia, perfectamente proyectada y con un control admirable de los matices. Desde su entrada en el prólogo, su presencia vocal impuso respeto, y a lo largo de toda la velada mantuvo esa estampa de jefe bárbaro, imponente y magnético. En el aria “Mentre gonfiarsi l’anima”, uno de los momentos más esperados de la ópera, mostró no solo fuerza sino también una inesperada humanidad en su fraseo. Es de esos cantantes que no solo cantan bien: cuentan algo con cada nota.

El barítono polaco Artur Ruciński volvió a confirmar su gran momento vocal con un Ezio rotundo, vibrante, lleno de intención dramática. Es una voz que emociona por su calidez, pero también por su claridad. En el famoso dúo con Attila, “Avrai tu l’universo, resta l’Italia a me”, no solo se escucharon dos potencias vocales enfrentadas, sino dos estilos interpretativos que se complementaban: la autoridad bárbara de Attila frente al orgullo nacional de Ezio. Ruciński dio al personaje un aire heroico, pero profundamente humano, y supo equilibrar perfectamente la fuerza con la sutileza.

En el rol de Odabella, la célebre soprano estadounidense Sondra Radvanovsky ofreció una interpretación intensa, cargada de intención y dramatismo, como solo ella sabe hacer. Dueña de una presencia escénica imponente y de una musicalidad indiscutible, Radvanovsky volvió a demostrar su profundo dominio del repertorio verdiano. Sin embargo, aunque sigue siendo una gran artista, es innegable que su voz ya no posee el mismo frescor y redondez de años anteriores. En ciertos agudos se notó algo más de tirantez, y el timbre parece haber perdido parte de aquel brillo que la hacía inconfundible. Aun así, su entrega fue total, y su aria “Santo di patria” fue recibida con una ovación merecida. Pocas cantantes logran transmitir tanto más allá de lo puramente vocal.

Aunque el tenor estadounidense Michael Fabiano no terminó de emocionar, aportó energía, pasión y brillantez al papel de Foresto. Su voz posee un timbre claro y una proyección que llena el teatro sin esfuerzo, y aunque no es un rol extenso, supo aprovechar cada una de sus intervenciones. Fue también muy aplaudido por el público, especialmente tras sus dúos con Radvanovsky. El joven tenor granadino Moisés Marín, en el papel de Uldino, tuvo quizá la tarea más difícil: compartir escena con gigantes vocales. Y, sin embargo, cumplió con esfuerzo y compromiso.

Una de las sorpresas más gratas vino en el papel brevísimo de Leone. El bajo surcoreano Insung Sim, con apenas dos líneas, consiguió dejar una impresión indeleble. Su voz tiene ese algo especial: nobleza, hondura y una musicalidad natural que invita a escuchar más. Fue, sin duda, mi descubrimiento personal de la noche, y habrá que seguirle la pista.

En el podio, Nicola Luisotti demostró por qué es uno de los directores verdianos más reputados de la actualidad. Su lectura fue enérgica pero nunca atropellada, detallada pero no fría. Logró momentos de gran tensión dramática sin perder nunca de vista el equilibrio entre orquesta y cantantes. Se notó una complicidad real con los solistas, que no es tan habitual en este tipo de versiones en concierto. Hubo miradas, respiraciones compartidas, gestos mínimos pero significativos. Luisotti no impuso su visión, la tejió junto con los intérpretes.

“Attila” no es una de las óperas más conocidas de Verdi, pero verla interpretada con esta entrega es un verdadero lujo. El Teatro Real ha apostado con inteligencia por ofrecerla en versión concierto, y el resultado ha sido una experiencia puramente musical, de esas que invitan a cerrar los ojos, olvidarse de todo y dejarse llevar por la música. Porque a veces, cuando el drama escénico desaparece, lo que queda es aún más intenso: el sonido, la emoción directa, sin filtros ni adornos.

Una noche para recordar. Una noche en la que Verdi volvió a hablarnos con fuerza, solo con su música. Y qué falta nos hace la música en tiempos tan convulsos.

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