Delphine DeVigan y "Los reyes de la casa": ¿Un espejo negro de la sociedad actual?
¿No tuvieron suficiente con todo lo que se habló de Shakira y Piqué? ¡Retomemos el tema! Resulta que al oír eso de “las mujeres ya no lloran, las mujeres facturan”, sentí un gran pesar porque a mí realmente me gusta llorar.
Cuando la tristeza llega al punto desbordante, me pongo a llorar tranquilamente; me resulta tan fácil como sentir conscientemente la tristeza y permitirme el capricho de montar una pataleta privada en la intimidad de mi casa hasta que ya no hay nada más que sentir: “una lloradita y a seguir”. Mientras Shakira decía eso de facturar, yo leía “Los reyes de la casa” (Anagrama, 2022) de Delphine DeVigan (1966, Boulogne-Billancourt) y se me antojó un paralelismo evidente que procedo a explicar, pero antes, hablemos de este último libro de la autora francesa.
Clara Roussel es una inspectora de la Brigada Criminal de París que empieza a trabajar en el caso del secuestro de la hija menor de Mélanie Claux. Madre e inspectora empiezan a buscar a Kimmy Diore, de seis años, desaparecida en el patio del complejo residencial mientras jugaba con su hermano mayor Sammy; pero el caso es complicado porque los hijos del matrimonio Diore son nacionalmente famosos gracias a su canal de YouTube “Happy Breaks” que amasa millones de seguidores. Todo el mundo conoce a las pequeñas celebridades y cualquiera podría haberla secuestrado, pero habrá un giro inesperado, un “plot twist” en esta historia.
Este argumento podría ser perfectamente un episodio de la famosa serie de Netflix, “Black Mirror”. Ya que, de lo que DeVigan habla aquí es del supuesto horror de la sobreexposición a las nuevas redes sociales, un tema muy actual del que a través de estas manifestaciones intentamos reflexionar sobre los límites: todavía no hay suficientes niños influencers convertidos en adultos, pero ¿cuáles serán las consecuencias personales cuando crezcan con una huella digital tan potente a sus espaldas?
Puede parecer fácil culpar de la tragedia de la narración al exhibicionismo patológico de Mélanie Claux. Nos preguntamos: ¿por qué compartiría toda la vida privada de sus hijos pequeños?, ¿acaso no sabe que en internet no todos son seres de luz?, ¿cómo se le ocurre compartir el minuto a minuto de sus niños, localización incluida? Es aquí donde yo me pongo a reflexionar si verdaderamente la señora Claux está tan loca, mientras escucho la famosa canción.
Abro el Instagram y los veo. Los influencers tienen una vida tremenda: fotos bonitas, vacaciones, fiestas, regalos, fans, patrocinios de reconocidas marcas. Son escaparates de lifestyle y monetizan su vida privada ¡Qué listos son! Pero, poderoso caballero es don dinero… Todos sabemos en qué tipo de sistema vivimos y una vez los influencers se empiezan a sustentar con las ganancias de esos contenidos patrocinados, empiezan a vivir un día a día planificado según los intereses de sus verdaderos clientes: las empresas, deseosas de impactar en esos fervientes seguidores. Mientras este juego de intereses es lícito entre personas adultas, las consecuencias para los niños -que carecen de una conciencia y criterio todavía formados- pueden ser devastadoras. Este es el punto de reflexión al que DeVigan quiere llevar a los lectores con “Los reyes de la casa”. Imaginémosla, decidida a escribir el perfecto thriller, de esos que nos encantan porque tienen el mejor de los ritmos y con un desenlace que no se venía venir, pero, además, añadiéndole ese efecto de cerrar el libro diciéndonos a nosotros mismos “¿esto solo era un cuento de miedo o es a lo que estamos condenados como sociedad si no reflexionamos sobre estas cuestiones?”
El continuo pensamiento que me sobrevenía cuando leía la historia era el de preguntarme por qué razón tenemos tanta necesidad en hacerlo todo visible en las redes sociales para rentabilizar social o económicamente nuestras vidas. Parece que cualesquiera actividades a las que nos aboquemos, como la ruptura Shakira con Piqué o la infancia de los hijos de Mélanie, hayan de tener un valor extrínseco que pase por la monetización. Yo me manifiesto aquí en pro del placer de llorar por el simple hecho de hacerlo, con la convicción de que, aunque no sean utilitarias para nuestra presencia pública, nos revelen a nosotros mismos, con su valor intrínseco, que estamos vivos. Me pregunto qué pensará de esto DeVigan.
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