Puccini no es Puccini si no emociona: “Madama Butterfly” revoluciona el Teatro Real
Se ha hablado exageradamente de los abucheos y del “escándalo” que provocó la puesta de escena en el estreno de “Madama Butterfly” el pasado 30 de junio en el Teatro Real. No es la primera vez, ni será la última, que un público se muestre algo crítico hacia el equipo de producción. No es razón ninguna de alboroto de los medios. Hubo abucheos y hubo aplausos. Lo que significa que, a pesar de todo, la ópera sigue siendo un lugar donde el debate y el intercambio de opiniones existen.
El coliseo madrileño cierra la temporada con una de las óperas más queridas entre los melómanos, un siglo después de la muerte del compositor italiano. Las funciones están dedicadas a Victoria de los Ángeles (1923-2005), la célebre intérprete de Cio-Cio-San, en el centenario de su nacimiento, que se conmemoró el pasado 1 de noviembre. En colaboración con la Fundación Victoria de los Ángeles, en el Teatro Real, se exponen vestidos de esta gran soprano.
El mencionado jaleo se produjo por la disconformidad con la propuesta de escena de Damiano Michieletto. Su adaptación no respeta la típica estructura tradicional japonesa ubicada en una colina con vistas al puerto de Nagasaki, ni cerezos en flor, ni biombos, ni kimonos. Michieletto opta por modernizar la obra –algo muy habitual en nuestros días– y la traslada a una metrópoli asiática, sumergiendo al espectador en un mundo neón, con vallas publicitando servicios de chicas jóvenes, “food trucks” de comida rápida y en medio del escenario, una especie de caja metálica transparente que hace de vivienda de las prostitutas, al estilo de la caja-cristal en la serie “You”. Michieletto pone de relieve el perturbador tema del tráfico de menores (Cio-Cio-San, llamada también Madama Butterfly, tiene 15 años), haciendo que la ópera resuene con una inquietante relevancia actual. Funciona. Cumple el objetivo del director de escena: nos traslada a en realidades que, quizás por la lejanía, ni nos planteamos. Nos hace alejarnos de ese libreto que hemos romantizado y aterrizamos en la cruda realidad: Madama Butterfly se casa con el oficial naval estadounidense B.F. Pinkerton, quien ve el matrimonio como algo temporal, mientras que para ella es un compromiso serio. Pinkerton vuelve a Estados Unidos y Butterfly espera su regreso durante tres años, criando a su hijo en la pobreza. Cuando Pinkerton retorna con su nueva esposa estadounidense para llevarse al niño, Butterfly, devastada, se quita la vida. El problema verdadero de esta producción no es la escenografía, sino es el papel ridiculizado e infantilizado de Madama Butterfly.
Saioa Hernández (en el papel de Cio-Cio-San en este primer reparto) es una fantástica soprano y está ganando una importante atención internacional. Sin embargo, en el estreno no llegó a emocionar. Posee un registro lírico spinto con un timbre oscuro y un vibrato rápido y marcado, pero la voz no es uniforme; su sonido se dilata y el vibrato aumenta cuando alcanza notas agudas. El sonido es aparentemente imponente cuando canta sola y con una orquestación ligera, pero queda completamente oculto por la orquesta en los conjuntos. Su voz suele sonar estridente en el registro más agudo, y algunos saltos de intervalos difíciles suenan a grito. Pudo capturar la inocencia y fortaleza de Butterfly, pero no supo llevar a la audiencia a ese viaje de esperanza y desolación tan necesarias en esta obra. El asunto es que ni ella misma se creyó el papel. Ni nosotros tampoco. El vestuario de Carla Teti no ayudó en absoluto. Una camiseta de Hello Kitty (¿una puesta en escena tan aparentemente “moderna” pero una ropa tan cliché?) y unos tejanos con bordadas mariposas rosas infantilizaron a la protagonista. Tampoco ayudó el cambio de arma con que se quitaba la vida. Se pega un tiro en vez de hacerse el harakiri. A priori no tiene gran importancia: se quita la vida de todos modos. Lo que pasa es que este suicido es un ritual japonés. Era parte del código de honor de los samuráis, conocido como “bushido” y se realizaba como una forma de morir con honor en lugar de ser capturado por el enemigo, para expiar el fracaso, la deshonra o la traición. No tiene mucho sentido que Cio-Cio-San se dispare con un arma de fuego. No llega de la misma manera. La fuerza de la situación se pierde, y entre los Hello Kitty y la luz neón, uno se queda helado. No precisamente de emoción. Cuando un Puccini no emociona es que no ha funcionado del todo. Ni la escena ni Hernández pudieron capturar la atmósfera íntima y emocional que es crucial para la historia de Cio-Cio-San, y en su lugar, se creó una sensación de desconexión y frialdad.
El resto de elenco no destacó especialmente, pero estuvo a la altura. El timbre de Matthew Polenzani (Pinkerton) no es del todo bello, no obstante, mostró una buena articulación y un canto versátil. Sin embargo, su personalidad en escena no proyecta a un hombre seductor y sin escrúpulos. La voz y la actuación de la mezzosoprano Silvia Beltrami (Suzuki) fueron maravillosamente sólidas, e interpretó su papel con gran agilidad de expresión. La actuación más impresionante de la noche la ofreció Lucas Meachem (Sharpless) como el cónsul de los Estados Unidos, un hombre que ya se siente avergonzado por toda la ceremonia del primer acto y que demuestra que, en su opinión, nada bueno puede salir de ella. La mezcla de compasión y aplomo que despliega en el segundo acto, cuando tiene que destrozar los sueños de Butterfly, fue conmovedora.
La orquesta de la casa, sutil y poderosa a la vez bajo la dirección de Nicola Luisotti, provocó que el público estallara en tumultos de entusiasmo. El director, un habitual del foso madrileño, aunque con un enervante espectáculo de velocidad-diabólica durante la primera mitad del primer acto, supo manejar con maestría los crescendos dramáticos y las sutiles cadencias, tejiendo una rica tapicería sonora que envolvía la tragedia de Butterfly. Luisotti entiende bien el lenguaje de Puccini, por lo que las “grandes arias” tuvieron pleno efecto gracias a su correcta preparación, al igual que el aplastante final. Sin duda un reconocimiento a su talla como músico y unos aplausos merecidos.
En definitiva, la decisión de Michieletto de destacar el tema del tráfico de menores provocó reacciones mixtas. Si bien algunos aplaudieron la valentía de abordar un tema tan controvertido y actual, otros lo consideraron una distracción innecesaria de la narrativa original. Sea como fuere, sin o con la puesta moderna, un Puccini sin sensibilidad y sin emoción no puede ser Puccini.
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