La Europa blandengue de Eurovisión

En algo tenía razón el horrible clan trumpista cuando atacaba (ataca) a Europa como catedral del buen vivir y poco hacer. Europa es un conjunto admirable de naciones (más o menos) democráticas, que regulan más que inventan, que gastan en fiestas más que en investigación. Y ahora viene Eurovisión, con una señora que se llama Melody como representante española, para ofrecer la ficción de que todo va tan bien como siempre, cuando la realidad más palpable es que los riesgos que pesan sobre el Viejo Continente son mayores que nunca.
Veo y leo cantidad de trabajos periodísticos dedicados a 'nuestra Melody', que este sábado tuvo su segundo y penúltimo ensayo antes de ir a la pasarela de la efímera moda que supone cantar en la final de la noche eurovisiva, este año en Suiza el próximo sábado. Y nuestra televisión oficial, que apadrina Festival y cantante junto con otras radiodifusoras europeas, se viste con las galas de la lentejuela ideológica con las que ya lleva algún tiempo arropándose, para escándalo de los profesionales más serios de la casa que todos pagamos. Y para enfado de los comentaristas más solventes de temas musicales, entre los que, ay, no tengo el privilegio de encontrarme, más allá de atreverme a afirmar que no acabo de ver el atractivo de la canción que representará a España en el certamen.
Conste, lo digo para atajar cualquier crítica que me llegue acerca de ser presuntamente enemigo del eurocertamen (con adiciones, que no precisamente adicciones, como la de Israel), que nada tengo contra el Festival de Eurovisión, aunque sí guarde una cierta prevención contra esta Europa de Ferias, Festivales y juergas Erasmus. No hemos llegado a una integración presupuestaria, ni energética, ni siquiera en homologar los enchufes de la electricidad, y nos jactamos de la realización de una fiesta musical que no ha brillado en sus últimas (ni penúltimas) ediciones precisamente por su calidad: muchas luces, cuerpos espectaculares, ruido y danzarines pero poco contenido cultural. Síntoma de lo que ocurre en tantas televisiones europeas, comenzando por alguna que yo me sé, que anda resucitando toda la carcundia imaginable.
Llámeme cascarrabias -ya hay quien lo hace, claro--, pero reconozco que no me gustan las Ferias masivas, se celebren en Sevilla o en el San Isidro madrileño, y que cada vez me siento más lejano a la fiesta nacional, aunque no caiga en ser su enemigo como ese peculiar ministro de Cultura que nos han dado los pactos gubernamentales. Para nada preconizo tampoco la desaparición de las expresiones lúdicas que nos agobian: solamente digo que Europa y las naciones que integran esa magnífica idea que fue la Unión, ha de empezar a cuestionarse esa suerte de ludopatía mental que adquiere ya tintes enfermizos y, en cambio, pensar de manera urgente en cómo atajar los peligros que la acechan.
A mí, ver el desfile belicista en la Plaza Roja de Moscú este viernes, mismo día en el que el nuevo Papa lanzaba su primera y preocupada alocución al mundo, qué quiere que le diga: me pone los pelos de punta. A Putin no se le vence con canciones estridentes, ni vetándole en Eurovisión. Bastante le importa eso al tirano. Y claro, en todo caso, mucha suerte, Melody, aunque sospecho que yo no figuraré entre los millones de telespectadores que sigan el Gran Acontecimiento; un cascarrabias, ya le digo.