El cachondeíto de los taxistas

En mi familia hubo hace algunas décadas varios taxistas, ente ellos mi padrino. Eso me ha generado una simpatía existencial hacia ese gremio que me llevó a defenderles incluso cuando perpetraron aquella indefendible huelga echándose encima a toda la opinión pública.
Esto es por lo que me gusta viajar en taxi y charlar con quienes me llevan y me traen, me preguntan y les pregunto, me ilustran y -espero- les ilustro.
El otro día en Atocha tomé un taxi y al principio tuve la extraña sensación de estar interrumpiendo al taxista quien escuchaba mensajes a través de una aplicación, hasta ese momento desconocida para mí y en la que, a modo de chat de voz, distintos compañeros del grupo se informan de oportunidades de trabajo, tráfico, radares, fútbol y cualquier otra ocurrencia. Nos hace mucha compañía, señora. Y nos ayudamos bastante; me aclaró el taxista hablando de “Zello”.
El tema de conversación en el chat ese día versaba sobre un abogado que había trabajado para los taxistas, luego se fue con Uber, luego Uber rompió con él y más tarde, en la actualidad, se encargaba de defender varias solicitudes simultáneas y orquestadas de nuevos taxis, según el conductor, para que el ayuntamiento les diera gratis licencias de taxi y no tener que comprarlas como todo hijo de vecino, señora.
Es fácilmente imaginable las palabras que le dedicaban en el chat de voz al letrado y, sin ser una experta en derecho, puedo afirmar que serían constitutivas de delito si el tal Emilio Domínguez, ese es el nombre del abogado, hubiera podido oírlas.
Busqué en internet y hallé varias entradas sobre el personaje y confirmé lo que algunos de los taxistas señalaban en los audios entre carcajadas: el tipo se había equivocado en la redacción de una de sus demandas y había tenido que reconocer su error ante el tribunal, rehacer su escrito y pedir que le ampliaran los plazos a la parte contraria. Posiblemente no tenga trascendencia al final, pero me abre la puerta a una reflexión humana. Hasta qué punto un error puede arruinar una reputación profesional.
Emilio Domínguez se autoproclama experto en transportes y no seré yo quien lo avale ni quien lo desmienta porque no conozco ninguna victoria suya ni derrota alguna en el ramo, ni para corroborarlo ni para desvirtuarlo; pero sí puedo sospechar que los taxistas le van a recordar sine die esos problemas de redacción en la demanda. No cabe duda de que en el amor y en la guerra todo vale y el gremio del taxi ve en él una especie de villano y se lo harán saber continuamente. Fuera y dentro del sector del transporte Domínguez puede continuar su carrera profesional, pero las reflexiones a las que me lleva todo lo anterior son las siguientes: ¿es criticable que un abogado se reposicione frente a un antiguo cliente? ¿dónde están los límites de la libertad de expresión? ¿tiene derecho un hombre a que sus errores no le persigan eternamente?
Mientras me respondo a todas estas preguntas en la soledad de mi habitación los taxistas seguirán con sus risas ¿justas o injustas? y Don Emilio Domínguez tendrá que soportar con franciscana paciencia chistes, memes y carcajadas. Así son las cosas, no nos engañemos. Espero por su bien que sus clientes actuales y futuros no le den importancia a esta pequeñísima mácula. El género humano es así.
Mª M Aguilar Jarillo