Ermonela Jaho conquista el Teatro Real en la apertura de la temporada 24/25
El inicio de la temporada en el Teatro Real bien podría compararse con el fastuoso debut de una joven dama en la alta sociedad de la serie “Los Bridgerton”, donde todo está impregnado de expectación, elegancia y prestigio.
Al igual que los personajes de la serie desfilan en suntuosos salones bajo la atenta mirada de la realeza y la aristocracia, la apertura de la temporada operística madrileña no podría haber sido más solemne, con la presencia de Sus Majestades los Reyes y una distinguida comitiva de autoridades, entre las que se encontraban Isabel Díaz Ayuso, José Luis Martínez-Almeida o Ernest Urtasun, quienes, como en la corte de la Reina Charlotte, estuvieron en primera fila para presenciar el acontecimiento que se espera con gran ansia todos los años. Y no decepcionó. Esta inauguración, al igual que los glamurosos bailes de “Los Bridgerton”, fue una velada donde la sociedad madrileña se reunió para asistir a un evento tan exquisito como raro de encontrar: el estreno, por primera vez en la historia del coliseo madrileño, de “Adriana Lecouvreur” la ópera compuesta por Francesco Cilea que había visto la luz en 1902.
Un París de época
La obra, con libreto de Arturo Colautti basado en la obra teatral de Eugène Scribe y Ernest Legouvé, es en sí un drama arrebatador. Y la puesta en escena de David McVicar amplifica cada emoción y cada conflicto interno de los personajes en esta producción creada en 2010 de la mano de la Royal Opera House, el Gran Teatre del Liceu, la Wiener Staatsoper, la Opèra National de Paris y la San Francisco Opera. En la recuperación de esta mítica puesta en escena, McVicar, un maestro en crear atmósferas envolventes y vívidas, logra transportar al público a los salones de la Comédie-Française del siglo XVIII, donde Adriana Lecouvreur, la célebre actriz, brilla en su máximo esplendor.
La escenografía, absolutamente fiel a la época, contiene detalles minuciosos que resaltan la opulencia de la alta sociedad parisina. Con un muy inteligente planteamiento, McVicar ambienta la ópera de Cilea dentro de un teatro. Cada acto representa una parte diferente del edificio. Comienza en los camerinos para pasar después a mostrar el lateral del escenario. El segundo acto ofrece la visión del escenario durante su preparación y el tercero lo revela completo, listo para la representación. Finalmente, el último nos enseña los bastidores y la falta de glamour en el teatro, relacionándolo así con el amargo final de la actriz. En muchos aspectos, simboliza la plena evolución del carácter de Adriana, que se prepara tanto para una actuación en el escenario como para un enfrentamiento en su vida real, donde se verá cara a cara con su rival antes de sucumbir trágicamente por amor.
La visión de McVicar de un escenario dentro del escenario explora la dualidad entre la persona pública y la privada, añadiendo elementos de una aristocracia que busca representar un rol en la sociedad. Maurizio, por ejemplo, es el seductor que, tras bambalinas, está enamorado de Adriana, pero en escena se somete a las órdenes del Príncipe de Bouillon. De manera similar, la Princesa también adopta un papel teatral, ocultándose entre bastidores para evitar ser descubierta, pero al salir a la luz pública asume una postura arrogante y desafiante.
Entre los muchos elementos asombrosos que hacen atemporal esta producción está el uso que hace Adam Silverman de la iluminación, especialmente durante el enfrentamiento del segundo acto. Ambas mujeres están envueltas en sombras y, gracias al vestuario de color oscuro y a la iluminación azul, es realmente verosímil que ninguna de las dos pueda verse la cara. Luego está el ballet del tercer acto: es gratificante que Andrew George siga la música de Cilea, coreografiando su ballet al ritmo y compás sin distracciones.
Ermonela Jaho: un ángel personificado
Si bien la puesta en escena es impecable, la noche verdaderamente perteneció a Ermonela Jaho, quien ofreció una interpretación magistral de Adriana Lecouvreur. El arte de Jaho se basa en una profunda identificación con el repertorio que ha elegido, lo que se traduce en interpretaciones de una veracidad implacable y una tremenda honestidad emocional. Su capacidad para exponer la psique de un personaje en cuestión de segundos es absolutamente notable. Se entregó por completo a la compleja figura de Adriana, una mujer dividida entre su pasión por el arte y el amor que siente por el príncipe Maurizio. El aria “Io son l’umile ancella” fue un claro ejemplo de su maestría interpretativa. La dulzura y delicadeza con la que cantó, manteniendo una línea vocal perfecta, transmitieron toda la vulnerabilidad y la grandeza de Adriana como artista, atrapada entre su rol en el escenario y los tumultos de su vida personal. Cada palabra, cada frase, estaba cargada de significado. La voz de Jaho, clara y potente, pero con un timbre delicado y emotivo, flotaba sobre la orquesta con una pureza que, sin duda, conmovía.
Pero si hubo un momento en el que el público quedó absolutamente rendido a sus pies, fue en el tercer acto, cuando Adriana, desesperada y humillada, se enfrenta a la Princesa de Bouillon. La intensidad dramática de Jaho en este momento fue colosal: su rostro, su postura y, sobre todo, su voz transmitieron cada herida emocional de su personaje, haciendo que el conflicto de celos se sintiera como un campo de batalla real. En el aria “Poveri fiori”, su interpretación se tornó desgarradora; su voz parecía desmoronarse, llena de fragilidad y dolor, en una plegaria final. Ermonela Jaho, como es su costumbre, no solo canta; vive el personaje. Se convirtió en Adriana en cuerpo y alma, entregándose a una interpretación que no dejó indiferente a nadie.
Reparto de lujo
Aunque Jaho dominó la velada, no se puede pasar por alto la presencia de la mezzosoprano letona Elīna Garanča –otra de las mejores voces de la actualidad– en el papel de la Princesa de Bouillon, la rival amorosa de Adriana. Garanča trajo a la escena una mezcla perfecta de arrogancia y vulnerabilidad, y su voz se deslizó con una precisión que hipnotizó en sus arias y dúos. Su impecable “legato” y su sólido control de la respiración dieron vida a todas las fuertes emociones de la princesa; sus hermosas y redondas notas altas le ayudaron a navegar por los conflictos amorosos en el registro más agudo. Su enfrentamiento con Adriana en el tercer acto, tanto en lo vocal, como en lo dramático, fue uno de los momentos más electrizantes de la ópera. El tenor Brian Jagde, en el papel de Maurizio, desplegó un timbre robusto y lleno de matices, capaz de transmitir tanto el ímpetu heroico, como la pasión contenida del personaje. Su voz resonó con claridad y poder en los momentos más dramáticos. A veces le faltaba un poco de delicadeza, se abalanzaba sobre las notas agudas o atacaba las entradas “fortissimo” con una brutalidad innecesaria, pero el puro impacto dramático de su canto le convierte en un Maurizio más que excelente. Por su parte, Maurizio Muraro aportó una presencia noble y autoritaria al Príncipe de Bouillon, su voz de bajo-barítono dotó al personaje de una gravedad adecuada para el rol, mientras que Nicola Alaimo, como Michonnet, ofreció una interpretación conmovedora y cálida, destacando por su habilidad para transmitir la ternura y el desconsuelo de un hombre que ama en silencio.
Nicola Luisotti, una dirección musical exquisita
Bajo la batuta del maestro Nicola Luisotti, la Orquesta del Teatro Real se mostró en plena forma. Luisotti dirigió con una energía vibrante y una sensibilidad que supo adaptarse a las múltiples capas de la partitura de Cilea. Desde los pasajes más ligeros y juguetones hasta los momentos de mayor tensión dramática, la orquesta fue capaz de seguir cada matiz de las emociones desplegadas en escena, nunca avasallando a los cantantes, sino sosteniéndolos y complementándolos con una musicalidad exquisita. Los interludios orquestales fueron particularmente sublimes, y la conexión entre foso y escenario se mantuvo firme a lo largo de toda la representación, lo que permitió que la música fluyera con una coherencia y una intensidad emocional inigualables. Luisotti vivió cada nota, al igual que el público, que lo demostró con una gran ovación.
Así, el debut de “Adriana Lecouvreur” en el Teatro Real queda en la historia, no solo por la fastuosidad del evento, sino por la calidad artística de una producción que supo deslumbrar en todos los aspectos. Entonces y ahora. Con una puesta en escena arrebatadora, voces sublimes y una dirección orquestal magistral, la ópera de Cilea recibió el tratamiento que merece. Pero si hubo una razón por la que esta noche fue excepcional, esa fue, sin duda, Ermonela Jaho, cuya interpretación de Adriana trascendió el arte y tocó lo sublime de las fibras de la sensibilidad. Como en un gran baile de debutantes, la noche perteneció a una sola estrella, y el público, como una corte embelesada, la aclamó con justicia.
@estaciondecult
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