La dignidad de los invisibles
Ellos y ellas no salen en los periódicos con su nombre ni nadie reclama la dignidad que tienen y que merecen. No son Begoña Gómez ni Pedro Sánchez, no son Feijóo, Puente o Ábalos, ni tampoco Puigdemont o Rovira.
Son invisibles pero están ahí, entre nosotros, con sus derechos olvidados, pisoteados, ignorados, vulnerados. Ellos y ellas son:
Los millones de familias, en su mayoría españolas que viven en la pobreza extrema, ligada a la desigualdad creciente después de años de gobiernos "de progreso", sin que las ayudas sociales como el ingreso mínimo vital, el bono social, las ayudas para la dependencia, el cheque de 200 euros para personas con bajos ingresos o el acceso a la vivienda lleguen a ellos y se ejecuten mientras el dinero de todos se destina a pagar apoyos políticos.
Los inmigrantes estigmatizados y vejados por tantos, utilizados sin escrúpulo por los políticos, desatendidos tras su llegada, contenidos en los países fronterizos con la Unión Europea, víctimas de las mafias, imposibilitados para contar a sus muertos y enterrados en el mar, hacinados en centros donde no tienen ninguna oportunidad de integrarse o de aprender, explotados laboralmente cuando consiguen un trabajo que nadie quiere hacer, sin la tutela necesaria cuando son menores. Ni nos invaden ni nos empobrecen ni nos quitan el trabajo. Nos necesitan tanto como nosotros a ellos.
Las mujeres víctimas de la violencia machista , las mujeres sin hogar, como las que acogen desde 1943 las Hijas de la Caridad en Madrid, las mujeres de la trata, las mujeres obligadas a prostituirse, víctimas de sus chulos y de sus clientes, 114.576 según los últimos datos, de las cuales 92.000 son víctimas de la trata y 9.000 están en alto riesgo. No hay nadie más vulnerable que una mujer sin hogar, que una mujer forzada a prostituirse, que una niña que cruza países, mares y océanos tratando de huir de la pobreza, de los abusos, de las mutilaciones y de las violaciones.
Las víctimas de la violencia digital en un mundo en el que crecen la explotación sexual, la exclusión y la violencia que dañan la personalidad en formación de miles de niños y jóvenes desprotegidos sin que los Estados sean capaces de ponerle freno y acabar con los abusadores digitales.
El descarte de las personas con discapacidad y, entre ellos los que sufren ELA que han tenido que aguardar años para tener una ley que los proteja porque los proteja porque los señores diputados estaban a otras cosas.
Los explotados en el trabajo por empresarios sin escrúpulos ni conciencia.
Los niños que no pueden nacer y los mayores condenados a la soledad, abandonados por los suyos, los enfermos sin los necesarios cuidados paliativos a los que les invitamos a pedir la eutanasia como si eso fuera, de verdad, una muerte digna. Si hay ya un hospital infantil de cuidados paliativos, ¿por qué no hay una Unidad de Cuidados Paliativos en todos los hospitales? Los descartados de lugares cono la Cañada Real, con niños sin agua, sin luz y sin futuro.
Las víctimas de la guerra en Palestina y en Ucrania, los condenados al exilio en decenas de países, las mujeres sometidas en Afganistán o perseguidas y encarceladas en Irán, las víctimas de dictadores como Maduro en Venezuela, los encarcelados por defender la libertad.
Todos son hijos de nuestras miserias. Pero nada de todo esto hace perder a ninguno de ellos su dignidad, "dignidad infinita" como decía un reciente documento del Papa Francisco. Todos somos responsables, corresponsables de este desastre. Y, especialmente los que se declaran católicos. Muchos de ellos hacen bandera de su fe y defienden la dignidad de la vida en su inicio y en su final frente a dos tragedias inconmensurables como son al aborto y la eutanasia, pero se olvidan de defender la vida y la dignidad, los derechos humanos de los invisibles, de los vulnerados, de los inmigrantes, todo el resto del tiempo. La hipocresía y la indiferencia campan a sus anchas entre nosotros.
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