Mallorca, el verano y la memoria: José Carlos Llop en estado de gracia
En junio apareció “Si una mañana de verano, un viajero” (Alfaguara, 2024) la última entrega del novelista, poeta y escritor total José Carlos Llop (Palma, 1956). El volumencito, de apenas 115 páginas, recoge un conjunto de estampas y recuerdos escritos en la pospandemia: cada capítulo se centra en una vivencia —o la contemplación de un objeto o una costumbre— a partir de la cual surgen reflexiones que, a menudo, riman con otros recuerdos. Se trata de una obra difícilmente clasificable, en la difusa frontera entre los diarios, la pura narración y el ensayo.
El hecho más repetido de este libro es, quizá, una mudanza del autor, con la consiguiente pérdida de una casa y las memorias asociadas a ella. Pero el espectro de sucesos rememorados es plural: un incendio, el Covid y una nevada; una visita, la mirada —promesa de todo— de una mujer enigmática; paseos matutinos y vespertinos, una ermita olvidada; una muerte cercana, el encuentro con unos amigos, la familia como contexto. Y de geografías: Portugal, Francia y, eminentemente, Mallorca, en la encrucijada de Europa, el norte de África y el Oriente más occidental; el Mediterráneo, de las islas griegas a la costa amalfitana. Y unos cuantos nombres recurrentes: Durrell, Leigh Fermor, Jünger… en realidad, el libro está lleno de nombres propios. A la vez es una meditación sobre la propia escritura (reflexión o, más bien, descripción sobre cómo han nacido algunos de sus libros) y, en el fondo, una cartografía sentimental, de una particular sentimentalidad porque es difícil saber a quién se parece Llop.
El volumen tiene algo de cajón de sastre. Hay retales de una vida, expuestos de forma inconexa: se nos entrega con ese desorden con el que vamos conociendo las vidas de los nuevos amigos, en ese ritmo impredecible con que explota el maíz de las palomitas o llegan las olas a la playa. El resultado es que estas páginas tan inclasificables ofrecen el retrato de un alma, un retrato que el autor parecía ignorar hasta haberlo escrito. Manifestado en una óptica: las casas y la geografía mallorquina parece que imponen una visión, pero no es así, es la mirada particular la que confiere significado a sus casas y su geografía. A veces casi parecen una estrategia de autoconocimiento, una forma de contarse a sí mismo el pasado y de hacer de él un relato. Quizá por eso, como en los cuadros cubistas, sea preciso haberlo terminado para encontrar, en el conjunto, su grandeza. Ha sido una de esas raras ocasiones en que, por decirlo así, hemos disfrutado más habiéndolo leído que leyéndolo.
La crítica suele definir al escritor mallorquín como “hombre sutil” o “escritor refinado”. Y es verdad. Pero lo sustancial es que esa elegancia no forma parte de la tramoya literaria, sino que define un carácter, un modo de ser extraordinariamente vivo. En su sinceridad Llop no es afectado, sino el resultado de una templada aleación entre una modernidad que se acepta y la tradición asumida. No hay un solo ápice de banalidad en estas páginas. Casi diríamos que escribir no es un oficio, sino una forma de vida. Al final “Si una mañana de verano, un viajero” nos habla del tiempo que hemos consumido, del tiempo que somos ahora mismo y del incierto futuro; de la actitud ante la única certeza, según subraya el autor, en las últimas páginas del libro: “…siempre es el vacío / lo que nos apresuramos a disimular / con risas, músicas, cuerpos o recuerdos”.
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