“Las voces de Adriana” y los ecos de quienes nos habitan: la nueva novela de Elvira Navarro

“Las voces de Adriana” y los ecos de quienes nos habitan: la nueva novela de Elvira Navarro

No debería sorprender a nadie afirmar que el ser humano es una compilación de momentos, lugares, personas y distintas voces. Convergen, se expanden y distienden a nuestro alrededor: se recrean en nosotros como sombra del pasado; se instalan como advertencia del futuro; nos resignan y martirizan; nos halaban y veneran. Siempre presentes, las voces ajenas apoyan o reducen las propias. Vertebramos nuestro ecosistema en un espacio compartido, cohabitado por numerosos enigmas, cada uno el suyo propio, pero ¿quizá también el de los demás?

Publicada el pasado 12 de enero, la nueva novela de Elvira Navarro (Huelva, 1978), “Las voces de Adriana” (Random House, 2022) hace honor a su nombre. No obstante, primeramente, toda historia empieza por su autor (a gusto del lector queda reconocer la metáfora). Elvira Navarro se posiciona como una de las escritoras más destacadas del panorama contemporáneo español, título otorgado tras la publicación de “La trabajadora” (2014). A este libro le anteceden “La ciudad de invierno” (2007) y “La ciudad feliz” (2009), seguidos de “Los últimos días de Adelaida García Morales” (2016) y “La isla de los conejos” (2019) nominado al National Book Award de literatura extranjera en 2021. En 2010 se le concedió el Premio Jaén de Novela y apareció en la lista de los veintidós mejores narradores en lengua española menores de treinta y cinco años de la revista “Granta”. Y bien podemos entender el porqué, al sumergirnos en “Las voces de Adriana”.


Si no te convence, ¡darse de baja es un clic!
Estoy de acuerdo con los Términos y condiciones y los Política de privacidad




La historia se construye a partir de tres actos: el padre, la casa y las voces. En ellos, la autora nos habla del tiempo, de los lazos físicos y emocionales, de los objetos y las personas que nos conforman, de las prioridades y de la ausencia. Adriana reflexiona sobre todas estas ideas intangibles mientras cuida a su padre enfermo. En un monólogo interior continuado, la protagonista repasa sus relaciones: recuerda a su anterior pareja, a su madre fallecida a causa de un cáncer y la casa de sus abuelos, que la traslada a su infancia. Pese a ello, cada uno de los lutos que atraviesa se ven opacados por las redes sociales, a través de las que contempla otras vidas que hacen que huya momentáneamente, pero no olvide, la suya. “Quería seguir escuchando las voces, o tal vez solo perdiendo el tiempo, escapándose del tiempo”. A su alrededor percibe múltiples ecos, y, sin embargo, los más fuertes brotan de ella.

Perdida en la rutina, Adriana se siente presa del tiempo que no cambia, pero siempre avanza. Gracias a la narración de, en apariencia, hechos insignificantes, los lectores somos capaces de comprender que lo que más duele reside dentro. Enfrentarse a uno mismo implica reconocer los nudos que nos atan y evaluar el pasado. Todo esto forma parte de la complejidad emocional del ser humano. Evadirla o amortiguarla no la borra, la almacena a modo de residuo. Y lo queramos o no, es definitorio. “La habitaban los fantasmas del pasado, seguía hecha de trozos de los suyos. Si sus recuerdos se hubieran borrado, ¿en qué se habría convertido?”

Madre y abuela encabezan sus pensamientos. Luto y pérdida, probablemente las palabras más tristes que existen, las secundan. Elvira Navarro las escanea y las lanza al papel. Nos golpea con emociones comunes a todos, pero impregnadas de una curiosa soledad y gestión individual. El proceso es íntimo, pero el sentimiento es mutuo. Cabe resaltar la impecable expresión de la autora, que logra edificar un texto bello, profundo y cargado de intimismo. No destaca por un ritmo rápido o por el dinamismo de sus escenas, sino por la exaltación de la subjetividad emocional. Y esta está sujeta a una constante mutabilidad. A todo y a nada. Porque a veces somos y significamos todo y, otras, desembocamos en la más indiferente nada.

“«¿Quién se lo iba a figurar?» (…) Aquella pregunta expresaba su estupor ante la desaparición de la vida que había sido la suya, de los seres que la poblaban y de los que dependía, y lo sorprendente es que no conllevara en realidad nada. Se seguía viviendo sin ellos”. Navarro también cuestiona el papel que tomamos en las trayectorias ajenas. ¿Somos secundarios? ¿Somos sustituibles si tras nosotros sigue habiendo vida? A riesgo de interpretarse como un tanto egocéntrico, Adriana duda de si este patrón se repite continuamente. Sin embargo, en los relatos de su madre y de su abuela identifica una conclusión distinta: aquello que se vive y aquellos con quienes se vive marcan. Independientemente del tiempo o del rol que protagonicen.

A lo largo de la lectura, Navarro consigue que el lector se pregunte quién “habita” en nosotros, qué voces hilvanan el pensamiento; cuáles son propias y cuáles son producto del resto; a cuáles damos prioridad, a cuáles escuchamos... Si es cierto que somos hijos de nuestro ambiente, también parece que lo somos más específicamente de quienes nos rodean y comparten el mismo espacio-tiempo. Sí, somos un enigma.