Suicidio de agricultores
La inmensa mayoría de los que hablamos por los medios audiovisuales, o tenemos el privilegio de expresar nuestra opinión en los periódicos, vivimos en ciudades. Eso se advierte bastante, puesto que con frecuencia se nos nota la preocupación por los atascos, los accesos a los aeropuertos, la contaminación del aire urbano, la aglomeración de compras en determinadas fechas, etcétera.
Estos días en que la nieve ha dejado aislados pueblos y comarcas, algunas sin energía eléctrica, tampoco hemos tenido sensibilidad para preguntarnos por las condiciones de vida cuando la nieve te impide salir de tu casa, por no hablar de qué puede ocurrir ante una enfermedad agravada, o una caída, cuando el traumatólogo más próximo viene a ser como si residiera en Moscú.
En Francia, cada día, se suicida un agricultor. Se teme que este año lleguen a cuatrocientos los agricultores franceses que hayan decidido darse de baja en el Registro Civil, de manera tan voluntaria como tremenda.
Esta terrible decisión nunca es la consecuencia de un arrebato o de un pronto, sino que se trata de un largo proceso donde la depresión tiene mucho que ver. Por eso mismo, cuando alguien dice que está "depre" por una momentánea contrariedad me enfado con quien lo dice, porque nadie que tosa dice que está "un poco tuberculoso".
No disponemos de datos en España, donde cada día hay 10 ciudadanos que entonan el adiós a la vida. Pero la soledad, la incertidumbre económica, y la ausencia de esperanzas son factores que empujan poderosamente a la depresión.
La lucha contra el despoblamiento rural es más abundante en discursos que en acciones. La Unión Europea es sensible a esta realidad, y se refleja en sus presupuestos, pero poco pueden hacer si no reciben un eco en las diferentes naciones, que sea algo más que percibir las ayudas asignadas.
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